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La vi

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La vi. En sus ojos la vi. Vislumbré la razón de su silencio y entendí una verdad que, en ese momento, no representaba más que un imposible.

La vi. Cuando hizo a un lado su ropa, la vi. Desde que llegué a la casa lo ignoré porque quería hacerlo sin saberme, por completo, ignorante de lo que se evidenciaba tras la siempre huidiza mirada de aquel monstruo silencioso: era ella.

Él era Silvana.

Él me había mentido.

Él me había manejado a su antojo en un juego que, por cuestiones de rabia y asco, consideré enfermizo y cruel, muy a pesar de lo enfermizo y cruel que era yo mismo en aquel entonces.

Karma, quizá, cobrándose las tantas humillaciones que propicié. Y las golpizas, los baños de sangre, las persecuciones, los acosos, los insultos, los gritos. Tenía demasiadas deudas encima y ninguna parecía tener menos valor que la siguiente.

Sí, tenía que ser eso: tenía que ser karma y del malo, del bajo, del sucio, así como lo era yo. Y tenía que cobrárselas todas, ahora o nunca, antes de que me olvidase del rostro y nombre del muchacho que forcé a lamerle el pito a mis amigos, mis malos amigos.

Los niños buenos tenían razón, siempre la tuvieron. Mis otros amigos, con sus buenas intenciones, no se equivocaron al pensar en la probabilidad del engaño, así como no se equivocaron en intentar hacerme comprender que yo era un idiota.

Pero yo no era un idiota cualquiera, no: yo era la representación máxima de la idiotez humana, el monarca de todos idiotas, el santo patrono de los todos los imbéciles que se dejan llevar por un falso positivo más que evidente.

Él era Silvana, él y todo él: su mirada (falsa obviamente), su claro cabello, su delicado cuello, sus blancos hombros. Y a pesar de todo este extraño incidente, de tan complicado percance, de tan único acercamiento, no logré conocerle la voz.

Lo que hace un poco de ignorancia en el cuerpo: si tan solo me hubiese molestado en corroborar su existencia, quizá, solo quizá, me hubiese percatado de la verdad transcrita detrás del nombre. Quizá, solo quizá, hubiese descubierto la treta y desenmascarado así al farsante.

En tal caso, las cosas que hubiesen sucedido, las que hubiese hecho, habrían de llevar el concepto de humillación a un nivel completamente nuevo, insano e insoportable.

¿Y qué hay de mí? ¿Qué hubiese ocurrido conmigo en ese caso? Pues, habría sido el peor de todos los monstruos. Me habría convertido en una cosa sin nombre ni clasificación. Sería un algo sin forma todavía, un algo incomparable, inalcanzable.

¿Qué ocurrió en verdad? Buena pregunta.

No lo sé.

¡No lo sé!

Por mucho que lo piense, que lo repiense, que lo arme o desarme para armarlo una vez más, no lo sé. No sé qué ocurrió en verdad conmigo, así como tampoco sé qué ocurrió en verdad entre los dos.

Sé que no ocurrió nada, en ningún momento, pero entre un segundo y otro algo se nos escapó, a él y a mí, sobre todo a mí.

No sé cómo. No sé cuándo.

No sé dónde. No sé por qué.

Algo había. Sin duda alguna algo había en medio de aquel espacio que, por pura casualidad, lo llevó de la mano hasta la misma escuela que yo gobernaba, la misma que, tiempo después, él habitaría siempre con la mirada baja, con la boca sellada y su presencia desaparecida ante los ojos del mundo.

Algo había. Tenía que haber algo. Tenía que ser algo más allá de Silvana, porque ella no existía enserio. Algo, lo que sea, tenía que explicar el porqué de las cosas, el porqué de esas preocupaciones mías que nacieron poco después de enfrentar tan densa realidad.

Además del odio, además del asco, además de la incomodidad y un sentimiento de humillación que se enervaba ni bien me percataba de su existencia, algo había en mí que me engullía con angustia antes de terminar sembrándole puñetazos en la cara a aquel enfermo hijo de puta.

Pero no encontraba nada. No había nada.

No ocurría tampoco nada. Más allá de las extralimitaciones que consumaba con cada nueva golpiza, con cada nueva humillación, no ocurría nada y yo me sentía más y más angustiado, más y más enrevesado sin entender el porqué, ni captar, tampoco, la raíz de dicha angustia.

Golpearlo no me tranquilizaba.

Humillarlo no me tranquilizaba.

Teñirle las ropas de rojo sangre no me saciaba, siquiera, la naciente ansiedad que me atacaba cuando él mostraba la cara: fuese donde fuese, fuese cuando fuese, sangraría y lo haría enserio.

Sangraría como sabe hacerlo: en silencio.

Sufriría como sabe hacerlo: en silencio.

Me miraría a los ojos luego para hacer lo único que sabe hacer, porque respira: estarse en silencio, siempre en silencio; estarse en calma, siempre en calma.

Eso, justamente eso me disgustaba.

Él me disgustaba.

Su teatrito enfermizo me disgustaba.

Que me mirase siempre, sin vergüenza, me disgustaba, así como me disgustaba también las veces en que hacía los gestos de Silvana como si fuese ella, como si quisiera burlarse de mí con ello.

Y es que, tras él, había también algo que tenía que comprender, que debía comprender, fuera lo que fuese. Había un algo que, lo juro, creí me ayudaría a olvidarlo todo: olvidaría a Silvana, olvidaría a ese infeliz y olvidaría, también, su atroz farsa.

Pero me equivoqué.

Me equivoqué como jamás podría haberlo hecho en la vida.

Me equivoqué como jamás podría haberlo hecho en la vida

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No solo las aves tienen alas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora