Tras la línea de la cordura. Siempre intentó mantenerme tras la línea de la cordura, pero la lucidez no ha sido, nunca, mi fuerte. Y sí, tal vez mis razones y pensamientos, a veces, parecen absurdos y patéticos, pretenciosos, lentos o inmaduros, pero al final son míos y me vale media mierda lo que lleguen o no a pensar al respecto.
En esta vida, en este plano, en esta vana y para nada sublime existencia, todo gira en torno a una cosa: el fracaso. Y darle nombre, definición, claridad y consuelo a una palabra como esta es intentar darle respuesta a esa eternidad falsamente lúcida que nos conduce por un sendero, también falso, a lo largo de nuestro tan deplorable y liviano suplicio.
Es que todo va de la mano. El todo se deja convencer, con sutiles y no tan sutiles propósitos, por aquellas ideas bulliciosas, por aquellas cláusulas engañosas que sustentan todo un rubro inacabable de fracasos que traen consigo otros fracasos y, con estos, más y más fracasos.
La historia de la humanidad yace sembrada en medio de un amplio campo de calamitosos y desaforados intentos de fracaso. Intentos, obviamente, que se volvieron realidades palpables y estruendosas cuando el hombre, al abrir los ojos, al olvidarse de los dioses y los mitos, al volverse centro de su propio e inmundo universo, desató las maldades que yacían dormidas dentro de aquella Caja de Pandora.
Los resultados fueron, generación tras generación, como una plaga imparable que secó, sin remedio, la mente de cuantos incautos alcanzó a poseer. Los demás padecimos de su reacción. Los demás padecemos de su infinita existencia mientras, los más pendejos, esperan que Dios de vuelta al tablero y cambie el resultado de tan patético juego de mesa.
Yo mismo soy un resultado fehaciente del fracaso. Un resultado vivo que vive sin vivir, nunca, su propia y desgraciada realidad. Soy uno más de los muchos tantos que somos, existimos, padecemos y libramos una batalla constante contra nosotros mismos y nuestra propia razón de existencia.
Porque no tenemos razón real para existir.
Porque no tenemos deseo de tal cosa.
Porque solo esperamos el momento crucial en que el reloj marque la hora señalada para ver correr, más allá de las venas, el fragante carmesí que sustenta la piel, la carne y los huesos. Elixir de vida, de tiempo. Elixir de Calamidad.
Poco me interesa si lo que digo o lo que he dicho, tiene poca o mucha coherencia, o si la pierde a medida que intento aclarar algo imposible de definir en términos que sean, para los cretinos, lo suficientemente claros, transparentes.
A medida que avanzan las palabras, suelo contraponerme ante una idea sutil que se escandaliza ni bien recuerdo que mi vida tiene los días contados. La consciencia ha tardado demasiado en despertar y hacerse notar. Ha tardado demasiado en cobrarse una vida propia y hacerme compañía a lo largo y ancho de este tan ajeno mundo al que fui arrojado por divina obligación.
Dios no existe.
Ese viejo bastardo, hijo de puta, no existe.
La vida, en sí misma, tampoco existe.
¿Qué somos entonces? ¿Quiénes somos o seremos en algún momento? Actores, solo eso. Actores delimitados a una estancia perecedera, tan falsa como lo somos con nosotros mismos, en nuestro interior, por el resto de nuestra estadía.
He ahí el motivo de aquella pregunta que no se responde nunca. He ahí la razón precisa del por qué siempre el agujero luce como nuevo, poco importa cuánto intentemos reparar el fallo: el alma no se cura, así como no se cura tampoco el corazón.
Permanecemos vacíos entre deseos.
Permanecemos vacíos entre caricias.
Permanecemos vacíos entre desnudos.
Permanecemos vacíos, siempre, en medio un mar de verdades también vacías, porque todas son, al final, una farsa más devenida del fracaso. Son solo marcas de polvo, volátil polvo que viaja más allá de las líneas del tiempo, a la deriva, sobre un borroso horizonte sin fronteras.
Fracaso.
Desesperación y fracaso.
Artilugios nacidos de nuestra naturaleza autosuficiente que sirven, apenas, para desglosar significados semiocultos por la eternidad. Meros botones de autodestrucción diseñados para destruirlo todo, menos a nosotros mismos. Somos la mecha encendida que se quema previo al estallido final: desesperación.
Entonces preguntamos, por última vez, para dejar descansar la idea, para olvidarla luego y preguntarnos otra cosa que tenga valor verdadero: ¿por qué desear mi muerte en desespero? ¿Por qué buscar acabar conmigo mismo en vez de superar, de alguna manera, este estado de vacío indescifrable?
Si yo fuese Kevin, te lo juro, respondería aquello con palabras planas y pendejas, casi tan pendejas como él. Respondería con un gesto neutro en el rostro, con una libreta entre manos y los lentes caídos hasta el borde de la nariz.
Respondería, no miento, sentado en el centro de la habitación, cruzado de piernas, sobre una silla de madera antigua usando una voz insoportablemente morbosa y ruin.
Olvidarte, Kevin, me es imposible.
No querer librarme de la falsa vida que defiendes, Kevin, me es imposible.
No caer en la desesperación en la que Silvestre me ha visto sumido con amarga paciencia, Kevin, también me es imposible. Y con esto dejaré en claro que fui, soy y seré, para siempre, el fracaso más grande de tu patética carrera.
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No solo las aves tienen alas ©
General FictionProyecto-Celesty (2020) Tras la súbita muerte de un adolescente, Silvestre es puesto en custodia para ser interrogado luego de ser señalado como único sospechoso. Partiendo de una promesa, Silvestre buscará deshacerse no solo de las sospechas que lo...