Le seguí la pista. ¿Qué otra cosa podía hacer? No había forma ni manera posible de decirlo en voz alta, de gritarlo, de reclamárselo a Dios o al universo, al karma o al destino: simplemente sucedió y yo le seguí el juego porque era lo que quería.
Y digo lo que digo sin reproches: era lo que quería, como lo quería, solo que sucedió cuando le dio la gana. Pero sucedió y eso fue lo que me interesó de buenas a primeras. Sucedió y yo obtendría la respuesta a aquella pregunta que tanto me había estado cruzando las líneas del pensamiento.
Obtendría, finalmente, la tranquila y racional respuesta que me daría el ver su cándido rostro todavía entre nosotros, entre los mortales. Vería su pecho ensancharse tras el acto de respirar y yo me sentiría, entonces, tranquilo, tan tranquilo como jamás en mi vida hubiese podido sentirme.
Ella era la respuesta clara, la respuesta absoluta, la respuesta sublime. Ella lo era todo aun cuando no había nada que la conectase enserio con mi existencia. Yo solo era una circunstancia ajena y fugaz, un juego, un divertimento momentáneo, un chiste.
Estaba al tanto de ello y, aun así, preferí arrastrarme tras su imagen, tras su nombre y sus palabras, siempre escritas. Preferí dejarme llevar por el engaño que ella había representado por tanto tiempo, un engaño que era, en cuestión, evidente pero que era, para tal o cual situación, para nada engañoso, demasiado real.
¿Quién tenía la culpa y de qué?
¿Acaso existía una culpa en realidad?
¿Había manera alguna de sobrevivir al amor y así contrariarlo sin salir lastimado durante el proceso?
Si todo aquello tenía o no respuesta, poco importó en aquel entonces. Además, cuando yaces de pie ante una puerta desconocida, aun cuando existe una invitación de por medio, las preguntas que se suceden, en cuestión, son otras, menos intensas y mucho más tontas.
La realidad sabe cómo, cuándo y dónde dibujarnos el perfecto puñetazo. Su entrada y salida del escenario carece, por completo, de líneas, de marcas, de cruces, de colores: solo vemos la resolución final que su presentación enmarca cuando entra y cuando sale, porque su efecto, su acción, es de entrada y salida.
Para ella, el simple acto de mostrar la cara trae consigo una serie de consecuencias para, luego, al darnos la espalda, generar otras consecuencias muy distintas, igual de jodidas, igual malditas, tal cual la realidad misma porque esa es su tarjeta de presentación.
La realidad, en mi caso, había mostrado la cara en el momento mismo en que, inesperadamente, me topé con aquella nota en mi casillero. Y permaneció allí, de pie sobre el escenario, dictando una clase que me sumiría, luego, en un estado de total y absurda desconfianza.
¿En quién había empezado a desconfiar? Pues en mí y todo a causa de aquella firma, de aquel nombre, de aquella tan hermosa caligrafía que dibujaba un SILVANA al final del papel. Después de eso, la nota dejó de ser nota y se volvió puerta.
El efecto era el mismo: era la realidad, todavía, sobre el escenario haciendo de las suyas mientras yo la veía hacer y deshacer en mis narices, aun cuando era yo quien se movía, quien iba y venía, quien había hecho mil preparativos para llegar a ese punto, tan crítico, en el que la pregunta era una sola: ¿debería llamar a la puerta?
Y la pregunta fue solo eso. No logré siquiera responderla, así como tampoco logré contrariarla: la puerta, simplemente, se abrió ante mis ojos como si esperase, precisamente, mi llegada.
¿Qué sucedió después? Deberían, señores, guardar un poco sus ansias. Cada pregunta será respondida a medida que avancen mis palabras. No me pidan detalles o avances que no podré darles mientras hago el intento de cumplir con una promesa previa. Ustedes entienden, o al menos creo que lo entienden.
Y no, no fue ella quien abrió la puerta. No fue la figura de Silvana la que se ocultó a medias tras la puerta antes de invitarme a entrar sin usar palabra alguna.
No fue lo que había pensado que sería y tampoco me había, siquiera, imaginado aquello. Fue inesperado. Todo lo que surgió fue inesperado. Todo lo que había tras la actuación de la realidad fue inesperado.
Todo lo que había detrás de aquella puerta era, entre un silencio y otro, una mirada nerviosa y cabizbaja, una mirada que me invitaba a acompañarle y que, todavía no sé el por qué, acepté hacerlo sin decir, tampoco, palabra alguna.
¿Acaso eran familia?
Esa fue, en resumen, la pregunta más importante en medio de otras muchas que surgían mientras, ciegamente, le seguía los pasos al muchacho raro, al siempre anónimo fantasma del instituto.
No había señal alguna de ella y, por un rato, insistí en querer saber dónde se encontraba o si tardaría mucho en volver. Quería tener un motivo mínimo para confiar en aquel silencioso espectro que evitaba devolverme la miraba.
Aquella charada estuvo, en cuestión, demasiado tiempo al aire. Entre tanto, yo estaba a punto de sentir un puñetazo por parte de la realidad: la vida no me había preparado para tal cosa así como, tampoco, me había preparado para lidiar con una verdad tan extraña como incómoda.
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No solo las aves tienen alas ©
Genel KurguProyecto-Celesty (2020) Tras la súbita muerte de un adolescente, Silvestre es puesto en custodia para ser interrogado luego de ser señalado como único sospechoso. Partiendo de una promesa, Silvestre buscará deshacerse no solo de las sospechas que lo...