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Al igual que la primera vez, se me quedaba mirando con un gesto muy curioso y tierno en el rostro

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Al igual que la primera vez, se me quedaba mirando con un gesto muy curioso y tierno en el rostro. Era como si me preguntase si de verdad era yo quien hacía todo aquel alboroto, si no se trataba de un asunto imaginario.

Yo también me preguntaba lo mismo. Y lo hacía con la misma regularidad con la que solía dejarme llevar cuando estábamos a solas, cuando me dejaba caer sobre su cama para darle inicio a otra jornada absurda de acercamientos bruscos.

De a poco comprendí que Silvana ya no estaba en la ecuación. Comprendí que aquellos besos que solía robarle con infame intención provenían de motivos muy contrarios y para nada infames.

Deseaba hacerlo.

Deseaba sentir esa extraña sensación en los labios, sensación que no conocía de nadie y que, de un momento a otro, se convirtió en el motivo intencional que sustentaría el nombre de cada maldita cosa que hicimos ocultos en aquella habitación.

Si hacemos un recuento del asunto, jamás hablamos del asunto propiamente dicho. Todo sucedía ante nuestros ojos como cuando ves salir el sol y teñir la mañana de colores cálidos. Así era él cuando yo llegaba y, creo, también en mí se notaba algo parecido.

Silvana se volvió un nombre gracioso entre nosotros. Un recuerdo compartido y verdades accidentales que, de un día para otro, iban tomando forma para los dos: digamos que son cosas del karma o del destino, qué sé yo. Ya todo había sucedido.

¿Que qué hice entonces? Pues, seguirle el juego. ¿Qué más iba a hacer? A esas alturas, cuando Silvana surgía como nombre, yo sabía que algo faltaba de por medio, que habían ciertas verdades incompletas a lo largo del camino y no sabía cómo confrontarlo sin dejar salir al monstruo.

Fue cuando surgió un insólito juego de chantajes entre uno y otro, porque yo quería cosas de él y él, obviamente, quería cosas de mí.

Por parte y parte, lo que uno u otro quería era, en cuestión, un amasijo vergonzoso difícil de expresar en voz alta.

Yo no sabía cómo decirle que me hablase de Silvana y de todo lo que había hecho. No sabía, siquiera, cómo plantearle el asunto sin que se sintiese amenazado, perseguido o investigado porque, a fin de cuentas, las tres cosas sucederían de todos modos.

Aclaro de una vez por todas: todo esto ocurrió de una manera tan lenta que, si intento calcular cuántos días me tomó llevarlo a cabo, perdería mi tiempo porque tampoco le presté demasiada atención a dicho asunto. Él, muy probablemente, si lo hizo, como siempre.

Volviendo al tema, cuando logré pellizcar un poco el tema, cuando logré revivir a Silvana, su expresión fue muy inquietante, intranquila. Quizá se trataba de un asunto, de verdad, delicado y difícil de abordar.

Pero yo quería saberlo.

Quería saber todo cuanto pudiese de él, de Silvana, de lo que había hecho y dejado de hacer, de lo que había pensado antes y de lo que pensaba ya luego, mientras compartíamos en secreto una cercanía floreciente.

No solo las aves tienen alas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora