Hay palabras que duelen poco más de lo que duele pincharse el dedo con una aguja. Hay momentos, en absurdo incómodos, donde el pinchazo no es tal cosa, aunque el dedo sigue siendo solo un dedo. Ahí es cuando llegas a comprender que la verdad, en sí misma, sabe lucir muy lindos disfraces.
Hay palabras, señores, que insisten y persisten con el pasar de los minutos, de las horas, días y semanas, mientras nosotros permanecemos reacios a ir a contracorriente y salvaguardar la idea previa del rechazo, porque así nos sentimos más a gusto con nosotros mismos, aunque todo resulte en nada, como el aire.
La vida es como el aire.
El dolor es como el aire.
La verdad es como el aire.
Y por sus caras estreñidas comprendo que no entienden un carajo de lo que digo, así como tampoco comprenden que estas palabras no son, del todo, mías.
Aquí y ahora, soy solo un vehículo, un mensajero en modo automático que entrega aquella encomienda que le han dejado programada.
La vida, el dolor y la verdad, al igual que el aire, son todas entidades terriblemente imparables, inamovibles, irreparables, inflexibles y angustiosamente imperecederas.
Porque nada las retiene, nada las contiene, y nosotros solo quedamos a medio andar deambulando por las venas de una vida perfumada con dolores esenciales y verdades bifurcadas, porque toda verdad nos lleva, indudablemente, al fracaso.
Aire.
Esa es la palabra del momento: aire. Es la sensación que provoca el instante en que la puerta se abre y uno de ustedes se va para que, al momento, venga otro a ocupar su lugar, como si en realidad no se hubiese ido nunca el anterior.
Y es que así es, precisamente, el aire: entra y sale en todo momento sin entrar ni salir, nunca, de ninguna parte. Entra en cada uno de nosotros y nos mantiene con vida, pero la vida se va de nosotros aun cuando los pulmones yacen repletos.
Aire.
En estos momentos lo que más necesito es solo eso, aire.
A mi vida le hace falta aire.
Desde su tan forzada partida, lo que me hace falta para continuar adelante es aire.
Desde que me trajeron a empujones a esta maldita pocilga, lo que necesito para deshacerme de todo, y de mí mismo, es aire.
Pero aire, al final, es lo que menos necesito, porque él ya no está conmigo, él ya no estará conmigo y los días por venir perderán, para siempre, sentido alguno, si es que en verdad tenían alguno.
Y ustedes me enjaulan en este recinto, me retienen a la fuerza, me señalan, me culpan, me enjuician, me someten. Han atrapado al monstruo equivocado, así como han culpado también al rostro equivocado y mientras esto sucede yo simplemente pienso, recuerdo, revivo y padezco el dolor que solo el aire podría ocasionar.
La vida es como el aire.
El dolor es como el aire.
La verdad es como el aire.
El recuerdo más reciente que me queda de él es como el aire, precisamente porque aire era lo único que habitaba los alrededores el día que decidí fugarme con él a casa de un pariente casi olvidado, no muy lejos de aquí, a orillas del mar.
Entonces el vacío se volvió aire dentro de nosotros y escapó a medida que respiramos un perfume salino y húmedo. Él me tomó de la mano y me supo a mierda si alguien nos veía de tal manera. Me tomó de la mano y la farsa de la vida pareció fragmentarse ante mis ojos: mi verdad, ahora, era él.
Aire.
Una vez más, aire.
Su delicada figura, vistiendo la ropa que le obligué a llevar ese día, parecía deslizarse sobre el aire mientras corría, cual niño pequeño, tras las aves que se paseaban por aquella desolada orilla.
Su cabello bailoteaba entre la brisa y su sonrisa era muy distinta a la que, en su habitación, solía mostrarme cuando lo besaba. Aquel que, ante mis ojos, dibujaba huellas sobre la húmeda arena, era otro muchacho y no el mismo que había llevado a la cama incontables veces.
Aquella figura que correteaba entre emplumados seres era la de alguien que, creí, no vislumbraría jamás pues yo sabía, lo sabía muy bien, que aquella vida no duraría demasiado entre mis brazos, que no resistiría la tentación de atentar de nuevo contra su ser y me dejaría a la deriva entre disculpas que no iba a poder recriminarle jamás.
Las palabras duelen poco más de lo que duele pincharse el dedo con una aguja. Las palabras que nunca le dije por simple cobardía son, hoy por hoy, las que me punzan por doquier como si mil agujas intentasen brotar de mis entrañas.
Guárdense, señores, sus tan bruscos intentos desmoralizadores y sus tácticas de "policía malo": nada me hará daño alguno más allá del daño que podré hacerme yo mismo a causa de un peso muerto, a causa de un denso aire que llevo aquí dentro, que permanece rígido como una roca en el fondo del mar.
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No solo las aves tienen alas ©
Ficção GeralProyecto-Celesty (2020) Tras la súbita muerte de un adolescente, Silvestre es puesto en custodia para ser interrogado luego de ser señalado como único sospechoso. Partiendo de una promesa, Silvestre buscará deshacerse no solo de las sospechas que lo...