Capítulo 10. Amistades peligrosas

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Un amigo de verdad, te apuñala de frente. 

Oscar WIlde.


La fina garúa se intensificaba hasta empaparme el rostro de etéreas emociones, las cuales se inmiscuían raudas en el inhóspito camino de mis venas hacía mi corazón. Mi músculo vital se detenía y el tiempo se me pausó por unos segundos en el que este nuevo estado físico se habituaba a asentarse en el mundo terrenal, pensé que se me dificultaría la sensibilidad, pero la humedad de las gotas aún discurría cual océano embravecido por mi piel, la misma que día a día extraviaba la calidez acostumbrada y se tornaba glacial; suponía, que, al cabo del séptimo día, mi tacto sería una genuina réplica de Muerte.

Era ilusorio, virtual, utópico, presenciar aquel instante en el que decenas de tulipanes amarillos, mis favoritos, eran arrojados sobre la superficie vacía de esa caja pulida en cedro, era el ataúd más bello que jamás vi desde que tengo uso de razón, parecía haber sido tallado por los mismísimos ángeles, estaba segura de que mamá lo había elegido.

—Elevemos una oración por Margaret quien ahora goza del descanso eterno—. Declaró el Padre, quien, por tradiciones de la familia de papá, oficiaba una especie de misa fugaz antes de ser sepultada en ese campo que se extendía hasta el horizonte, en ese hoyo en donde mis restos se unirían con la tierra fértil en uno solo. Alzando sus manos hacia el cielo en señal de alabanza el hombre de sotana daba por sentado que ésta problemática mujer había llegado al lado del Santísimo, pero heme aquí, jugándome el segundo round de una partida de ajedrez que parecía interminable.

—Pedazo de mentiroso, pero si la susodicha está liándola a mi costado—. Exclamó Muerte, quien al parecer siempre tenía algo que decir.

Si las miradas mataran Muerte hubiera fallecido por enésima vez en esa ocasión, esta vez, a manos mías. Él supo que era momento de morderse la lengua y tomar el rol de espectador.

El viento soplaba insistente sobre mi frágil anatomía, como si tratara de refrescarme el alma, o de evitar que reventará en llanto ante la indignación de saberme encerrada en ese ineludible segundo plano por culpa de un grandísimo hijo de puta que no tuvo mejor weekend idea que envenenarme en algún descuido de mi parte. Descuido que, hasta la fecha, no podía identificar, aunque lo intentaba con todas mis fuerzas. Parecía que vívidas lagunas mentales me taladraban el cerebro, con uno que otro recuerdo escueto que iban hilando la cuerda de esos cinco malditos minutos en donde crucé el túnel de la vida a la muerte y los veintiún gramos de alma que habitaban mi cuerpo terrenal abandonaron su residencia para elevarse en dirección al Purgatorio.

Mis pies caminaron por sí solos hasta donde el gentío se encontraba formando un semicírculo en torno a mi féretro decorado con dos enormes arreglos de rosas a blancas a los lados, y un par de candelabros cuyas velas habían perdido sus flamas a causa de la incesante lluvieciella. En tanto avanzaba a lo largo de aquel camposanto en donde el olor de la tierra plagada de rocío inundaba mis fauces, oía con mayor claridad lo que a lo lejos eran vagos e inaudibles murmullos; así como los rostros desdibujados recobraban su figura exacta hasta hacerse conocidos.

—¿Mami?—. Musité intentando no ser oída, pero fue entonces cuando Muerte tomó mi mano, quizás para evitar ese desmayo de mi parte que se veía venir en cualquier momento, o tal vez para darme esa fortaleza que me hacía falta. A costa de mi orgullo, he de confesar que él lograba darme ese soporte que requería en este tipo de situaciones.

Me acerqué apresurando el paso, casi echándome a correr, cuando vi su silueta entre la gente, me coloqué frente a ella, pero era evidente que, aunque todas las madres tuvieran ese bien llamado sexto sentido, no eran capaces (todavía) de ver fantasmas y menos aún a este remedo de Gasper que era yo. Créanme que hubiera dado lo que sea a cambio de que mi voz le alcanzara para tranquilizar ese llanto interminable que ahogaba su respiración, lucía como si hubiera envejecido treinta años en tres días; sus cabellos de ébano perdían su color para dar los primeros indicios de un blanquecino invierno, y una que otra arruga adicional se asomaba por el rabillo de sus ojos.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora