Capítulo 22. Permíteme una disculpa

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Inscribe los agravios en el polvo,

y las palabras de bien en el mármol.

Benjamín Franklin. 


Pausemos la vida por un segundo, tomémonos el tiempo de inhalar y oxigenar cada fibra de nuestros sentidos, reflexionemos haciendo una revisión holística en retrospectiva de nosotros mismos, ¿Cuántas veces fallamos y cuántas nos fallaron? ¿Cuántas veces golpeamos y cuántas nos dejamos golpear? ¿En cuántas ocasiones incluso ofrecimos la otra mejilla para recibir el segundo y más doloroso impacto? ¿Una? ¿Dos? ¿Tres? ¿Infinitas? He ahí la respuesta al porqué de tantas preguntas que afloran desde la profundidad de los manantiales de la mente, mientras nos sumergimos en el fragor de la oscuridad en medio de una noche estrellada. Hoy les invito a tomar cuenta, juntos, la complejidad del significado de confiar, y qué tan fácil es dejar de hacerlo al término de la madrugada.

Y es que, permítanme asegurarles, que la confianza perdida una vez, jamás retorna.

Esa tarde, después de que Muerte me llevara de vuelta al Purgatorio, esperé encontrar a Rafael a mi lado, tal como partimos del mundo terrenal, sin embargo, para mi gusto, suerte y preferencia, aparecí sin compañías en mi habitación, en dónde apenas, cargándome el peso de lo inesperado, me dejé caer sobre la superficie de la cama rindiéndome ante el frustrante caos que incluso mi muerte se había convertido. Parte de la rabia e ira acumuladas se constituían en una bola gigantesca que se atragantó por horas en mi garganta hasta la asfixia, honestamente, y aunque bebí varios vasos con agua fría para digerir los sucesos, me fue imposible expulsar la maraña de sentimientos en revolución durante las siguientes horas.

Muchas cuestiones confluyeron haciendo esos instantes de soledad complejos de asumir, una parte de mí se acongojaba por la cobardía de no saber que pasaría después, de no tener certidumbre de qué sucedería conmigo ahora que las cosas no estaban avanzando de acuerdo con lo planeado, en vida era toda una perdedora, y la situación actual sólo afirmaba que lo seguiría siendo después de muerta. ¡Qué zozobra podía causar estar de este lado!, ¡Qué desgastante era tener que ascender a toda costa! El tiempo se me agotaba e iniciaba a asimilar que mi destino en el Purgatorio funcionaría de la misma manera que funcionó a lo largo de mi vida, hundida en la más hastiante monotonía, y laborando hasta el cansancio por la desinteresada búsqueda de algún beneficio, esta vez, no monetario.

La noche sucumbió cuando entreabrí mis luceros después de una corta, pero reparadora siesta, habían discurrido apenas un par de horas desde que regresamos del mundo de los vivos, y aun con cierta intensión de mantenerme refugiada bajo la sensación térmica de las sábanas, opté por incorporarme y ponerme de pie al observar la inmensidad de la luna que, por alguna razón desconocida, lucía inmensa frente a mi ventana, coloreada en unos tonos rosáceos que, con estupor, llamaron mi atención en proporciones incalculables. Pronto me acerqué, descalza y percibiendo el frío glacial del suelo escalar por mis pantorrillas hasta mi pecho, abrí las cortinas de par en par, dándome el agrado personal de vislumbrar el paisaje. En vida, había oído hablar de dicho fenómeno, pero jamás tuve el gusto de presenciarlo en tal esplendor como esa noche, el satélite lucía irreconocible, su tamaño se había elevado al cuadrado, siendo su punto perigeo ese momento, o al menos eso aludí al observarle, casi podía visualizar sus cráteres y el exquisito color intenso, como el rosa de los geranios, añadían tintes de misticismo al ambiente, incluso, un aroma particular invadió mis fauces, pero quizás era sólo cuestión de mi imaginación trabajando a mil por hora.

Al menos por un segundo, inhalé y me sentí afortunada.

Fue entonces que vi esa silueta por demás conocida emerger desde pisos inferiores hasta mi ventana, él llevaba un sweater borgoña con líneas horizontales y homogéneas negras atravesándole el pecho, las puntas de sus cabellos ofrecían un leve destello que se intensificaba con la superluna a sus espaldas y estrellas titilantes decoraban con gracilidad sus costados; retrocedí un par de pasos frente a la primera impresión de verlo flotar frente a mí con tal naturalidad que, incluso, podía ser confundido con el más bello de los ángeles, presuroso, colocó sus manos sobre el marco del balcón y se inclinó hacía mí, mientras su sola presencia generaba una ráfaga de helado viento que elevó mi telón.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora