Capítulo 17. ¡Yo no lo hice!

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El asesino sabe más del amor que el poeta.

Joaquín Sabina. 


Posterior a ese momentáneo flashback que me trajo a la memoria todas experiencias multisensoriales vividas al lado de Xavier Guzmán, crucé las enormes puertas de esa residencia a la que por primera vez accedía, asumía que, teniendo al menos treinta y tres años, Xavi había abandonado la hermosa casa de don Román ubicada en las costas de la ciudad para desenvolverse por sí mismo como todos algún día. Con el paso de los años, muchos me otorgaron la buena nueva, Xavi se había especializado en psiquiatría consiguiendo el estatus y reconocimiento que desde siempre alucinó en sus mejores ensoñaciones; todavía cursando mis años en la facultad, me sorprendió, para bien, su gran deseo de contribuir con la salud metal de cada comunidad, la misma que, todavía en la actualidad, se hallaba olvidada y venida a menos por el poco interés gubernamental al que estamos expuestos.

Vivíamos en una sociedad de mierda, y había que afrontarlo.

Muerte, quien aún me acompañaba con recelo, y yo marchamos con diligencia por el jardín de abundantes geranios y escasas amapolas, atravesando un caminito de piedra tallado muy semejante al pavimento que ornamentaba la calle, las fracciones de rocas parecían afianzarse la una con la otra a la perfección; sin embargo, entre éstas, la madre naturaleza exigía su lugar mostrándose parvos rezagos de pasto que, acucioso, ascendía buscando algunos rayos de sol que le posibilitaran nutrirse. Una segunda portería, esta vez de translucido cristal, y un ventanal oculto tras persianas grises, nos daban la bienvenida a esa espaciosa y rectangular sala. Decenas de diplomas, con millones de sellos y firmas, propios de su especialidad, colgaban enmarcados en bronce pulido, decorando cada rincón mientras estos dejaban, a duras penas, un atisbo del azul de la pared escaparse por las esquinas. En el centro del lugar, un escritorio con dos butacas revestidas de cuero negro frente a sí, lapiceros y rumas de papelillos por doquier, además de una modernísima MacBook al lado derecho; hacia la izquierda, un futón beige que fungía como clásico diván para sus pacientes en el improvisado consultorio que Xavier había montado en el salón principal de su vivienda.

Rafa se apresuró a tomar su lugar frente a Guzmán, quién se acomodó tras el escritorio y encendió la laptop cual autómata mientras erguía sus anteojos que, curiosos, se resbalaron por los confines de su perfilada nariz; yo, por mi parte, me dejé caer en la silla disponible al lado de mi verdugo, y Muerte, que estaba hasta los cojones conmigo, se recostó sobre el futón colocando sus piernas sobre la extensión del mismo, como esperando a que las cosas se pusieran interesantes. Eso sí, sin dirigirme palabra alguna. Desde dónde me hallaba me giré para vislumbrar su rostro exasperado y aun ardiendo en ira, "Ya háblame, por favor", supliqué esperando que me leyera los labios, o la mente ¡Qué se yo!; no obstante, él sólo atinó a ignorar mis ruegos cogiendo una revista médica que hojeó sin mayor interés.

Touché.

Ya luego tendría que buscar la forma de hacer méritos con él, y recobrar, a pulso, las migajas de ese amor negado que día con día me daba vagos indicios de existir.

—¿Y cómo te ha ido con las pastillas, Rafa? ¿Cumplieron su objetivo?—. Preguntó sin preámbulos Xavier iniciando la conversación.

Mis divagaciones de amor imposible con la personificación de la muerte se detuvieron en cuanto sus palabras se direccionaron a Rafael, quien se aproximó unos cuantos centímetros hacía el borde de la mesa, colocando sus codos sobre la superficie. Me mantuve en silencio, aunque claro está, ellos no podían oírme, procuré concentrar mis cinco sentidos en esa inusual charla con el único objetivo de conseguir algo interesante.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora