Capítulo 32. Cuando te diga adiós

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¿Qué pasa cuando se abrazan el amor y la muerte? ¿Se muere el amor? ¿O se enamora la muerte? Tal vez la muerte moriría enamorada y el amor amaría hasta la muerte.

Anónimo.

06:00 AM Jueves 27 de agosto, 2017.

El día que decidimos irnos, nos vamos de un momento a otro, no sabemos si el mundo lo nota, si percibe nuestra ausencia y entonces nos preguntamos ¿En qué fallamos? ¿Qué no hicimos para ser recordados? Yo no lo elegí, esta vez no quería irme, porque no quería dejarle, pero también, era justo y necesario aceptar que el destino llamaba a mi puerta con tanta fuerza que en cualquier momento la rompería llevándome a rastras. No podía rechazarle por mi bien, porque entre el cielo y un Purgatorio lejos de él, la primera opción era la más atractiva. Cuando esta trillada ensoñación termine, tendría que decirle adiós y no sería sólo un hasta luego, porque nuestros caminos nunca más se cruzarían ni por error. ¿Cómo evitar encariñarme más con Muerte cuando no podía ni siquiera dejar de mirarlo?

Que hermoso nuestro tiempo juntos, que perfecto, que inolvidable.

Al término de este sueño loco, por favor no me olvides, por favor quiéreme hasta la eternidad.

El despertador de Silvia retumbó en mis oídos alimentando la migraña que se asomaba cual martilleo en mi cabeza, siempre iniciaba con un golpe en seco en las cienes y luego se me extendía por esófago hasta los confines de mi estómago, induciéndome, finalmente, al vómito. Cargaba el malestar desde adolescente ¿Por qué? Nunca lo supe pese a tenerlo bien controlado, debí suponer que el Purgatorio no encontraría la jodida pastilla con tanta simpleza como en la farmacia de mi calle; es más, de saber que había una vida tan intensa después de la muerte, hubiera rogado que me entierren con todas mis pertenencias como en las culturas milenarias. Los documentales de History Channel comenzaron a tener sentido la tarde que desperté en este plano.

Un minúsculo rayito de sol invadió la habitación escociéndose por la ventana hasta dividir el rostro de Muerte en dos partes perfectas e iguales, una refulgente y encantadora a causa del brillo que destellaba cual escarcha, y la otra, oscura, opaca, cansada, siendo un fiel retrato de su yo interno, ese que zanjaba su última palabra como ordenanza o que escupía verdades a diestra y siniestra sin importar que la saliva te alcanzara. Me tomé el tiempo necesario para vislumbrar cada detalle sin permitirme olvidar ni uno sólo, como tomando fotografías mentales de su divinidad en caso nunca más volviera a verle. Le observé con nostalgia, renuente a que la despedida estuviera a la vuelta de la esquina; esculqué la forma de su nariz, de sus labios, el espesor y largo de sus pestañas, las pequeñas bolsas bajo sus ojos, el remolino simétrico que se formaban sus oídos y el lunar pequeñísimo que llevaba a la altura del párpado izquierdo.

Por un momento quise no ascender, quedarme a su lado sin importar qué pasará después, pero era imposible, e incluso si no lo hacía, ser parte de Purgatorios diferentes nos impediría vernos de nuevo. ¿Quizás Muerte se atrevería a cruzar esa línea peligrosa por mí? Algo me decía que sí; no obstante, era lo que menos quería, esperaba que jamás tuviera más dramas por mi santísima culpa.

¿Me abrazarás cuando el momento llegué? ¿O me dejarás partir sin siquiera mirarme aunque el corazón se me desmorone?

Que torpe sería la despedida.

Él se removió y tronó su cuello moviéndolo de izquierda a derecha para espabilar, más su intento fue en vano, adormilado hasta el tuétano, apretó con saña una almohada sobre su rostro para acallar el perturbador ruido que no cesaba nunca, yo, por mi parte, hacía malabares poco ortodoxos a fin de aplacar la ira del artilugio que no cedía ante mis intentos. —¡Qué mierda de alarma es esta!—. Exclamé semi sentada sobre la cama; mi piel se estremeció hasta emular una cáscara de naranja cuando su tacto atrapó raudo mi cintura haciéndome caer nuevamente frente a él, quien retiró el cojín que le cubría. Al tiempo que el despertador por fin se silenciaba, Muerte me observó con determinación apabullante por sendos segundos, sólo Dios sabe por qué esa mañana logró intimidarme con sus irises profundos y su impecable sonrisa, ambas armas letales fueron capaces de dispararme en lo más hondo, desarmarme en piecitas de puzzle y hacer que mariposas embravecidas revolotearan dentro de mí, no sólo en el estómago sino también el corazón, en el alma.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora