Capítulo 36. La muerte escribe bitácoras

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"Si nada nos salva de la muerte, al menos que el amor nos salve la vida."

Pablo Neruda.


Y este es el momento preciso para decirlo, porque el tiempo se me acorta a la par de ella, porque las horas se consumen con el tic-toc del reloj que avanza a toda marcha; y apremiante como bohemia, la eternidad se me termina en la última campanada, pese a no ser un cuento así se pinta, y no es que las cursilerías sean mi estilo más la historia se bifurca a partir de hoy.

Esta medianoche exhibo sobre el tapete mis más ocultas confesiones y mis demonios en ebullición, a su merced.

La conocí cuando tenía veinte, la vi en el hospital central, en la sala de cuidados intensivos antes de que su abuela falleciera, esa mañana temblaba cual hoja seca en el invierno mientras miraba a la mujer que, entubada hasta el alma, cargaba los signos vitales aletargado sin mayor esperanza que la bienvenida de San Pedro, y conforme sus latidos austeros se espaciaban, el pitido ensordecedor de la máquina se acentuaba. Margaret la tomó de la mano resguardando un crucifijo azul entre estas, y rezó a viva voz todas las oraciones que le enseñaron las maestras cuando niña en el San Antonio de Claret, recordó cada estrofa como nunca en su vida lo había hecho, al pie de la letra y casi cantando, probablemente las lágrimas aparecieron a causa de lo evidente de mi presencia en la habitación, y es que alguien a quien amaba se le estaba yendo para nunca más volver.

Frente a sus ojos se le escapaba quien dio vida a su madre a un plano que desconocía.

Ese día, la recuerdo bien, tenía el cabello recogido en una coleta como cuando murió, hebras alborotadas y un abrigo oscuro le cubría tórax, pero sobre todo el corazón ante, quizás, su primera pérdida cercana. Me rogó que fuera bueno en pensamientos, me escudriñó sin verme, sin sentirme, y suplicó que la muerte no llegara dolorosa, que recogiera pronto y sin sufrimientos el alma de su ser querido, cual arrullo, cual dulce vaivén, y aunque potestad de decisión no tuve, traté de ser gentil a su pedido y ordenanza.

No entendí que sucedió conmigo, pero la conexión pareció inmediata, extraña, rarísima hasta la médula, esa mañana, y por primera vez en casi cien años de trabajo constante y alejado de distracciones mundanas, mis ojos no se despegaron de ella, clavé la mirada en sus labios resecos y sin color que se movían a toda prisa orando entre dientes el "Ave María"; al tiempo, algo dentro de mi se afianzaba arraigándose hasta la raíz, tibio, escalofriante, aterrador ¿Qué demonios era eso? Esa sensación de conocerla de una y mil vidas que se apoderó cuál maleza en los montes. Les digo, quedé como un idiota prendido, enganchado sin saber qué hacer ¿Por qué? No era guapa, ni iba muy arreglada, tampoco cargaba maquillaje, y mucho menos unas medidas de infarto, era Margaret siendo Margaret... y la sensación haciendo nido en mis adentros se removió, hiló venas como nichos que no pude contener.

En ese enero de 2007, antes de que Xavier Guzmán y Rafael Merced se cruzarán en su camino, e incluso previa a la llegada de Santiago Prieto yo la conocí respondiendo a su naturaleza humana.

Frágil sí, pero infranqueable.

Y por si no lo notaron, este es Muerte al habla, por segunda vez.

Después de esa ocasión no pude dejarla aunque me odiara a mi mismo por ello, Margaret Santillán se convirtió en eso que te come el cerebro como un bichito en busca de alimento, que te pega en el alma su dolor aunque no se muestre infeliz, peor aún, que punza por una razón que no entiendes, en alguien que no puedes dejar de lado ni al dormir o aplicar memoria selectiva y borrarla siquiera intentándolo. Fui desde adolescente enemigo de los amores a primera vista, y es que estos se comportan cual veneno inyectado, y vacío y superfluo como la mierda misma, pero desde esa fecha, cada que mi rutina me lo permitía, cada que recogía a alguien cerca de donde esa mujer estaba, la buscaba como aguja en el pajar, cual drogadicto en el camino de la heroína.

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⏰ Última actualización: Jun 23, 2020 ⏰

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