"Primero se mueren por ti, después se quieren morir contigo... Al final te dejan muriendo solo."
Mario Benedetti.
El día en que me vistieron con cenizas en el alba, llenaron con flores mi ataúd, colgaron mi memoria en un buró y grabaron mi nombre en una placa... ella estuvo ahí.
¿Hacía cuántos días no la veía? ¿Tres? ¿Cuatro? La última vez fue en mi funeral, aparentando asfixiarse en un dolor tan deliberado como vacío, acarreando el luto por fuera pero un arcoíris enceguecedor por dentro. Esa mañana mientras florecillas blancas reposaban en sus manos y un vestido azabache cubría sus rodillas a la par de su mediocre amistad, Silvia volcaba sobre los confines del césped un torrente de lamentos que se entremezclaban con la máscara de pestañas aglutinadas en el marco de sus ojos. Y tan espesa como la negrura de esa masa, la consumación de todos sus métodos me abordó en un sueño eterno.
Quizás bajo su concepto matar por amor era un acto asumible, pero no morir por su causa.
Sus finísimos tacones de aguja martillearon las baldosas, precisos, venenosos, destructores, casi arrasando con todo a su paso con tal desmesura que su presencia abrazadora lograba calcinar el suelo ante cada zancada. Su cabello, ahora dorado, brillaba con luz propia y se alzaba en ondas naturales que vibraban de arriba abajo ante cada movimiento suyo, siempre impecable, siempre correcta, ni una sola rugosidad en sus ropas, maquillada hasta el alma y sin ninguna imperfección que pudiera apabullarla. Un detalle puntual llamó mi atención al límite de aturdirme, y no sé en qué momento pasó, pero lo hizo, tal vez en mi ausencia ingresó a mi departamento bajo algún procedimiento atípico o quizás se lo pidió a mamá con la excusa de que sería un bello recuerdo de quien en vida fue su mejor amiga, pero la condenada llevaba mi anillo de compromiso en anular derecho en señal de victoria.
Y el tiempo se detuvo en ese momento para mí...
De pronto nada dolía más que ella.
Un bucle al que me anclé asquerosamente logró que todos a mi alrededor abandonaran sus cuerpos y se detuvieran, no había forma que no la observara con resentimiento, con desaire, sentí montones de dosis de negatividad recorriéndome desde los tobillos hasta la coronilla, todos traducidos en una corriente eléctrica que resultaba molesta y por demás dolorosa. Su anatomía ahí, frente a la mía, lograba hacerme un nudo en la garganta y delatar mis nervios llevándolos al extremo, y no, no es que por propulsiones banales me hubiese convertido en la mujer más rencorosa sobre el universo, sino que era tan humana como todos en esa sala, exceptuando a Muerte y a Max. Nunca quise demostrarle a alguien, más que en ese momento, que aunque tenía todo el derecho de odiarme, de llevarme rabia por cualquier estupidez, no podía ser tan jodidamente cruel.
No podía asesinarme y no sufrir las consecuencias...
Tras Silvia, Alessandra marchaba en la misma cámara lenta en dirección a su hermano, quien se conservaba inmóvil sobre el lecho del hospital central. Xavier yacía entubado hasta la médula, y con el pecho inflándosele a un ritmo tan lánguido que me amedrentaba la idea de que su aliento se detuviera en un descuido. Para el sosiego colectivo, el médico a cargo había asegurado su pronta recuperación, o eso era lo que Rafael había oído durante las horas a solas con su víctima, además, el artilugio de signos vitales se entreveía estable, lo que nos daba cierto destello de certeza y un amplio margen de confiabilidad. La pregunta era, si Xavier no iba a morir, ¿Qué demonios hacía Max ahí?
Silvia estaba hecha un mar de lágrimas, acongojada hasta el tuétano y con signos de histeria liándole las neuronas, se atoraba con sus propias palabras en vanos intentos por decir algo coherente. Su mirada descarriada se desviaba hacía Xavier por inercia, se notaban sus esfuerzos por controlar el impulso de abrazarlo hasta arrebatarle el oxígeno, esa doctrina enfermiza que delimitaba en ella un punto ciego impidiendo que dejara de verle ni un solo segundo, a kilómetros detectaba como el corazón se le despedazaba al observarle en tal estado. Todos se mantuvieron en silencio absoluto, incluso Max que no tenía ni la más puta idea de qué demonios pasaba en esas cuatro paredes, aunque Muerte, desde luego, jamás se podía quedar callado. —Bravo, la loca que nos faltaba para terminar de joder el día—. Bramó volcando los ojos y cubriéndose la boca para acallar sus propios criterios. —¿Ya nos podemos ir?—.
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7 días con la muerte
RandomSer adulto no es tan fácil, pero morir en el intento puede ser entretenido. Margaret ha llegado a los temidos treinta teniendo una vida aburridísima, hasta que un buen día de agosto, la muerte viene a por ella tomándola por sorpresa ¿Quién se puede...