Capítulo 13. Brindis por mi ausencia

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"A un brindis de un amigo, ¿Qué corazón ha de haber tan de mármol, que no haga la razón?"

Miguel de Cervantes Saavedra.


Al choque de copas en el aire mi corazón espabiló ardiendo en la ira más devastadora que alguna vez me haya embargado, desde una distancia prudente, tras la pared de aquel bar ensordecedor, observábamos como la versión burlesca de Batman y Robin sonreían el uno o al otro cual pareja de enamorados en primera cita. Rafael utilizaba esa camisa de cuadros en tonos olivo que tan bien le sentaba y que calzaba a la perfección con el brillo que su piel cobriza destilaba al roce de diminutos rayos de sol que se despedían de la ciudad, dando paso al más bello atardecer; vestía con garbo, además, unos pantalones ajustados que dibujaban a la perfección la delgada línea de su ingle hasta sus pantorrillas, en la diestra, esas pulseras tejidas que compraba religiosamente en los calurosos veranos a los gitanos e hippies trotamundos.

Por su lado, las nubes violáceas y el firmamento tiñéndose de naranja y rojizo alababan a Santiago Prieto quien, acorde a su estilo de élite habitual, llevaba unos pulcrísimos jeans azules de corte clásico de 7 For All Mankind, esa marca exclusiva a la que sólo la gente bien de éste clasista país tenía acceso, mientras el resto de plebeyos, nos conformábamos con aquello que los mercadillos y tiendas por departamento promedio podían ofrecernos a un precio menos exorbitante; unos tenis Adidas color gris y camisa del mismo color con minúsculos diseños que simulaban hojas de palmeras salpicadas por doquier, o al menos, esa era la forma que le encontraba desde mi escondite secreto, en donde, tanto yo, como mi apabullante secuaz aguardábamos por algún indicio adicional.

—¿Por qué no podemos acercarnos? ¡Soy un fantasma, joder! ¡Esos dos no pueden verme! ¡Tampoco pueden verte!—. Exclamé. Desde que habíamos llegado, Muerte no había dejado que nos acercáramos demasiado a ese par de imbéciles que me escupían en la cara su desbordante amistad.

—¿Por qué nunca puedes sólo obedecer y quedarte callada? Debieron haberte cortado la lengua antes de morir ¡Hasta los cojones que me tienes, cabeza hueca!—. Respondió con esa delicadeza y caballerosidad tan característica de él.

¿Qué demonios podía ver esta sobria y amable mujer en alguien como Muerte además de su claro atractivo físico? ¿Saben? siempre fui de esas que consideraba el aspecto cómo lo menos importante del paquete; conforme vamos creciendo y abandonando ese banal estado de estupidez llamado "pubertad", el cuerpo, los gustos, las formas, maduran a la par de nuestro cerebro sin siquiera notarlo, ¡Y no saben cuánto agradezco haber superado esa demoníaca etapa rápido!, ¡Y no me malentiendan!, es decir, un poquito de nuestro niño y adolescente interior siempre nos acompaña hasta el último de nuestros días; sin embargo, un gran porcentaje se va perdiendo hasta construir adultos cabales capaces de tomar decisiones más atinadas que las dirigidas sólo por lo que los ojos pueden ver. Habitualmente, fui una chica que primaba la inteligencia, la amabilidad, la nobleza, la honestidad de un hombre, por sobre un cuerpo atlético o incluso su capacidad económica y los beneficios personales que una relación me pueda otorgar. Pero ¿Muerte? ¡Ah, joder, Muerte! Él era todo lo opuesto a lo que hubiera deseado en alguien.

Jaque-mate.

—¿Tanto te cuesta explicarme de nuevo?—. Recriminé al tiempo que mis labios se fruncían en una mueca de desagrado.

—¡Ush! ¡Que ya lo te expliqué! ¿Qué grado de retraso mental tienes, inepta?—. Preguntó. —Si nos acercamos se congelarán y se marcharán—. Indicó. —Aunque, los tíos están tan ebrios que no sé si puedan distinguir el frío del calor, ¡Vaya show que están montando los idiotas!—.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora