Capítulo 23. Respuestas y otras artes

196 53 55
                                    

Cuando creíamos que teníamos todas las repuestas, 

de pronto, cambiaron todas las preguntas.

Mario Benedetti. 

A veces, todo lo que creemos puede ser una mala pasada de nuestro subconsciente, una inefable alteración de la realidad que, en muchas ocasiones, pende del delgado hilo de lo que oímos, vemos, sentimos o creemos entender, incluso, esa percepción que distorsiona la realidad en proporciones incalculables puede tornarse colectiva y terminar por señalar a algo o, en este caso, a alguien, que no tenía absolutamente nada que ver con mi asesinato. Mis efervescentes mapas mentales me habían hecho atar cabos porque necesitaba un culpable, y Rafael, supo poner en bandeja de plata, las herramientas necesarias para que, sin dudarlo, Muerte y yo creyéramos, y creímos.

He de confesar que juzgué sin que el amor que tenía por Rafael Merced supusiera una venda en los ojos o me hiciera flaquear en mi imperatividad ni una sola vez, señalé y señalé hasta que no pude apuntar más ¿Era entonces mi sentimiento tan fuerte como lo pensaba? Por casi dos años, me llené la boca vanagloriándole, siendo ciega devota suya, a la espera de esa proposición que, aunque tácita, nunca llegó de manera formal. Rafa y yo habíamos pasado meses jugando a ser los perfectos novios no oficiales; las citas, las extensas conversaciones, los cortejos, las chocolatinas en los cubiles y las celebraciones siempre juntos fueron el pan de cada día, confluyendo todo en lo innegable y haciéndonos parte de una taquillera película romántica de la que nos creímos protagonistas, sin embargo, ¿Qué éramos ahora?

¿Qué éramos ahora que Muerte estaba de por medio?

Muerte, quien fungió de nuevo compañero para mí durante estos días que fueron eternos, sembró en mi interior una semilla que todavía no me acordaba de regar como se merecía, una que no me aseguraba que creciera si la llenaba de cariño y, que mucho menos, se endurecería cual roble en bosques ocultos si recibía las dosis correctas de buen abono. En definitiva, lo nuestro no tenía norte, ni tampoco ningún punto cardinal que se le pareciera, teníamos sentimientos explosivos, y tal vez, íbamos en cuenta regresiva, hasta que ¡Boom! Explotáramos cada uno por su camino ante la inminente separación.

Él lo había afirmado, me había llamado estúpida prácticamente, ¡Infirió que nunca usaba el cerebro! ¿Y cómo se supone que lo use como es debido cuando recibo tanta impresión junta? Esto de la vida después de la muerte era una grandísima mierda. ¿Cómo no ir de sorpresa cuándo todo es tan extraño? Muerte confirmó que Rafael no tenía ni un solo gramo de culpa en lo que a mi asesinato respectaba, y aunque hubiera querido apostar a que así era, la vena de la duda me vibraba bajo la piel crujiendo estrepitosa ante cada acelerado latido que mi corazón ejercía. ¡Yo misma oí cada palabra! ¡Yo tomé entre mis manos cada pista! Y los hechos eran algo que no se borraban con la simplicidad de la goma sobre el papel. Creerle a Rafa, no sería tan sencillo.

Muerte escudriñaba cada centímetro de mi desde el exterior de la habitación, ¿De qué le servía estar detrás de esa pared si podía leer mi mente a la perfección? Asumí que eran migajas de respeto, además, que de seguro, que mis ojos se hayan posado en los luceros de Rafael, le habían pegado durísimo en el orgullo, ¿Pero qué podía hacer? Que él no sea mi asesino, tal vez, era la mejor noticia en el jodido mundo; haciendo un mea culpa acepté que tenía cada fibra del corazón liada, quería a Muerte, realmente le quería, pero todo lo ocurrido cambiaba el panorama de una manera que jamás imaginé, era avanzar a pasos agigantados y dar un giro de trescientos sesenta.

¿Qué pensaría Muerte en ese momento? ¡Dios! Qué no hubiera dado por saberlo.

Tomé asiento sobre la cama, en donde Rafa yacía semisentado a la espera de que me tranquilizara posterior al intercambio de palabras con Muerte, que por cierto, hasta los cojones, se mantuvo en silencio sin articular palabra. Me acomodé el vestido estirándole hacia abajo para que las pequeñas arruguitas se difuminaran hasta desaparecer, exhalé tan hondo como pude, y traté de organizar mis ideas antes de decir cualquier tontería típica de mí.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora