Capítulo 14. Píldoras para el viaje

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"Vigilaré con la astucia de la serpiente, y con su veneno te moderé ¡Mortal!, Te arrepentirás del daño que me has hecho."

Mary Shelley.


Miércoles 26 de agosto, 2017.

En el amanecer éramos dos almas etéreas que se descubrían bajo el cielo descolorido; las nubes iban tomando la textura del más acrisolado algodón y el firmamento abandonaba su negrura para acoger el violáceo más exquisito; las refulgentes estrellas salpicadas por ese inmenso manto, poco a poco, se disolvían transformándose en brillante escarcha, la misma que, presurosa, bordeaba los inmensos campos del Purgatorio obsequiándonos la más hermosa ensoñación. El paisaje que vislumbrábamos era una fotografía digna de ganar el National Geographic Traveler Photos; en vida, tuve la oportunidad de conocer ciertos lugares del globo, y aunque apenas fueron unos cuantos, éste era el mejor sin lugar a duda.

Mis pupilas buscaron las suyas en cuanto la luna se despidió de nosotros escondiéndose tras una densa nebulosa que abrumaba mis sentidos y evocaba la paz más imperiosa; era increíble, pero en ese instante, hallé a una Muerte que jamás pensé conocer en mi paso por este plano límbico. Su magnífica silueta danzaba al ritmo sutil y armónico de Dancing with the stranger al tiempo que tomaba el último trago de la octava o novena Sapporo, él no lucía alcoholizado en lo absoluto, a diferencia de los vivos, sus signos físicos no parecían verse afectados, pero su humor había sufrido un cambio drástico, aunque claro está, el temperamento es psicológicamente inmodificable, por lo que su desvergonzado sarcasmo afloró con total naturalidad durante esas horas en donde sólo fuimos él y yo.

Cada músculo de su anatomía se agitaba con gracilidad ante el resonar de cada estrofa, como si la musicalidad y sus extremidades se unieran en un sólo y sublime palpitar, en cualquier otro contexto podría haber sido el Rudolf Nurejev del nuevo milenio; sin embargo, para nuestra suerte o infortunio, ambos nos encontrábamos en el lugar más inhóspito, acalorados entre la tierra y el cielo. Era casi un espectáculo, al más puro de estilo de Broadway, perderme en cada uno de sus cálidos movimientos, observarlo una y otra vez, husmear con la mirada cada espacio, cada furtivo rincón de su divinidad echa hombre.

—¿No te apetece bailar conmigo, cabeza hueca?—. Preguntó haciéndome espabilar de mis acostumbradas divagaciones mentales, en tanto me extendía la diestra otorgándome la más descarada invitación.

—¡Venga, tío! Estás a punto de proponerme echarnos un tango—. Respondí haciendo alusión a su notorio estado de ebriedad. Balancee mi anatomía de un lado a otro al ritmo de cada estrofa sin acceder, ¿Tienen idea de lo terrible que soy bailando?.

—Jamás te propondría un tango, la sensualidad no te da para tanto—. Añadió muy suelto de huesos aplastando su lata hasta hacer de ella un ovillo deforme que desapareció después.

—Pedazo de idiota ¿Cómo es que dices algo así cuando vas coladito por mí?—. Bramé y extendí uno de mis brazos tomando su mano para acercarme a él de inmediato.

—¿Coladito por ti, dices? ¿Tan jodida estás con un par de sorbos? ¿O es que planeas seducirme bajo la estrategia de que vas bebida?—. Atacó estrechándome contra sí.

—Co-la-di-to—. Musité haciendo de mis labios un mohín antes de que me dejara llevar por él.

—Sigue soñando inepta, finalmente, no cuesta nada ¿A qué si?—.

Muerte aproximó mi cuerpo al suyo y con firmeza acogió mi escuálida cintura en su diestra; sus pies iban de un lado a otro como marcando el paso perfecto; en mi privilegiada posición, podía percibir la punta de mi nariz rozando la suya en un delicioso cosquilleo y cómo sus comisuras labiales se elevaban en una coqueta media sonrisa que me invitaba a robarle un escueto besillo. El batir de mis pestañas se adherían a las de mi compañero y nuestros cabellos, en la más asombrosa sinfonía, bailaban al choque del viento fresco con cada una de sus hebras. Mis caderas intentaron seguir su acompasado ritmo sin éxito, pero desde luego, no quería apartarme de él ni un sólo milímetro, toda yo estaba inmersa en su presencia ¡Y qué más daba si Muerte olvidaba ese majestuoso momento al salir el sol! Nada me quitaría lo vivido, lo vivido no literalmente. ¿Ya se los había dicho? Él exudaba el aroma a la más exquisita y dulce vainilla.

7 días con la muerteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora