Capítulo 1

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"La realidad está definida por las palabras. Por lo tanto, quien controla las palabras controla la realidad." Antonio Gramsci

Recuerdo ese día como si fuera ayer. Preferiría no hacerlo. Cada vez que traigo a la mente ese momento siento que la culpa me embarga. ¿Por qué no debería sentirla? Después de todo soy tan culpable de esa muerte como el resto de los que guardamos silencio. Pero, además, prácticamente fui yo quien le dijo que acabara con su vida. Como sea, lo pasado ya pasó. Eso no quita que el remordimiento me persiga a cada instante. Volviendo al relato. Un largo y luminoso pasillo se extendía ante mí. La luz del sol ingresaba por la hilera de suntuosos ventanales que se extendían, exhibiendo la cordillera ante los ojos de quienes trabajamos en ese departamento. Cualquier otro habría estado fascinado con la oportunidad de desarrollarse laboralmente en ese lugar. La oficina de D.H. en Chile no sólo se encargaba de supervisar que no se violara ningún derecho humano, además tenía la función de corroborar que los diferentes estamentos gubernamentales, tanto como no gubernamentales, cumplieran con la agenda establecida por la ONU. Como puedes imaginar no es un trabajo que alguien normal tomaría a la ligera. Claro que yo nunca he sido alguien que pudiese ser considerado como normal. Para mí era un trabajo, nada más. Claro que tampoco puedo ser hipócrita. Era un buen trabajo, bien pagado y con muchas regalías. Más de las que debería. Lo único que te exigían era nunca comentar con nadie la "información" que se manejaba y jamás llevar trabajo a tu casa. Todo lo que hicieras, fuera lo que fuera, incluso el más sencillo de los correos electrónicos debía ser escrito y enviado desde uno de los computadores de la oficina. Para mí ninguna de esas condiciones era un problema. Para alguien que carecía de vida social, a excepción de un grupo muy selecto con el que me reunía ocasionalmente a jugar "Catan" y que destinaba la mayor parte de su tiempo libre a la lectura y practicar boxeo, no era una tarea muy difícil terminar mis labores en mi horario de trabajo. Sin embargo, esa mañana algo era distinto. Podía sentir una pesadez en el ambiente. Como si el aire, por alguna extraña razón, estuviera denso o viciado. Como fuera, no resultaba agradable el ambiente. Mientras avanzaba por el largo pasillo hasta llegar a mi cubículo una figura me salió al encuentro.

-Llegas tarde - escuché una voz tras de mí- La hora de ingreso es a las 9:00 y son las 10:00.

Era Martina, la más nueva de las adquisiciones de la oficina de D.H., una muchacha de cabellos teñidos de negro petróleo, extremadamente preocupada de su figura, lentes a media nariz y tenida de hípster posmoderna. En otras palabras, pura apariencia. Su actitud no era muy diferente a su apariencia, vehemente, mordaz y dispuesta a todo con tal de lograr sus objetivos. Cualidades necesarias para estar en ese lugar. De otra forma te "comían vivo" la primera semana. Las únicas dos formas de sobrevivir al hostil ambiente de trabajo que se vivía era o bien ser quien pusiera el pie encima a los otros o ignorarlo todo y enfocarte en hacer tus tareas lo mejor posible. Ella era del primer tipo, yo del segundo. Algunos decían que yo le gustaba; claro que no soy horrible, tampoco me considero un hombre atractivo. Con 1.75 centímetros de altura, 70 kilos de peso, cabello relativamente oscuro y facciones de tipo españolas podría pasar por un hombre chileno promedio. Lo único que tenía claro era que la mejor forma de no tener problemas con ella era evitarla.

-Gracias por la información, lo tendré presente- mi tono era el de la indiferencia.

Continué avanzando sin darle mayor importancia. Responderle a una persona como ella equivalía a caer en su juego y yo no estaba para eso. Además, no había llegado tarde, en realidad sí, pero había informado de mi atraso a Andrés, mi supervisor. Cuando llegué a mi cubículo sonó mi celular. Era un wasap justamente de él. Cualquier otro habría pensado que iba a recibir una reprimenda de Andrés, después de todo muchos jefes en la oficina tendían a llamar la atención ante los atrasos, incluso estando justificados y avisados. No saber cómo reaccionarían los superiores era una forma de mantener el control y la tensión sobre nosotros. Pero yo conocía a Andrés, él era diferente al resto. Siempre atento, amable, cordial y justo; eso no quitaba que fuera serio y exigente. Nunca más de lo necesario. Entré en su oficina. Como siempre ahí estaba él, con su terno impecable, de un gris sobrio, pero que resaltaba, con su corte milimetrado y cabellos que dejaban entrever más de alguna cana. Todo se sumaba a un rostro serio y circunspecto, pero siempre dispuesto a regalar una sonrisa a quien lo requiriera. Era el ícono de la experiencia y autoridad. En su enorme silla de respaldo negro parecía ser una gran figura política. Si bien no ocupaba ningún cargo de orden político, lo cierto era que su puesto era sumamente relevante. Se dedicaba a la supervisión de toda la Región Metropolitana, en lo que al cumplimiento de la agenda, tanto política, mediática, social y económica se trataba. Un cargo de gran responsabilidad. Así y todo, era un agrado hablar con él. No faltaba el día en que me diera una palabra de ánimo o que me felicitara por mi buena gestión. En más de una ocasión me llevó a mi departamento cuando las estaciones del metro de Santiago fueron destruidas. Yo no tenía vehículo, no me gustaba conducir. Andrés no siempre fue así. Hasta hacía el año pasado su actitud era la de un hombre frío, prepotente y pedante. Luego, algo cambió. Me parece que se volvió religioso, comenzó a ir a una iglesia evangélica los días domingos e incluso se atrevió a llevar una Biblia al trabajo. Algo que nadie en su sano juicio haría en la oficina de los D.H., después de todo, es sabido que la religión y los derechos humanos, en realidad sus agendas, son irreconciliables. Claro que a mí me daba igual, si le servía para ser una mejor persona "que bien por él".

La Gran ConspiraciónWhere stories live. Discover now