Capítulo 14

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"Para saber lo que vale la vida, no está de más arriesgarla de vez en cuando." Jean Paul Sartre

Aquella tarde, el tiempo parecía estar en mi contra, mientras más me apresuraba en dejar todo listo para mi viaje más problemas emergían. Una de las llaves del baño goteaba, la ventana de mi habitación cerraba mal, incluso la chapa de puerta estaba extraña, casi como si alguien la hubiera forzado; preferí no pensar en eso, era mejor no darle rienda suelta a mi imaginación. Por otro lado, salir de viaje no era un hábito que yo tuviera. Me gusta la rutina y la seguridad que trae consigo conocer el camino que seguiré a diario. Pero ir a otra ciudad implicaba no tener ningún tipo de claridad sobre qué haría, con quienes me encontraría ni los caminos que debería seguir. De modo que me conseguí una mochila de acampar con Alejandra.

-Así que te vas de viaje a Antofagasta- comento con una extraña mirada, casi indescifrable. Creo que estaba entre curiosa y molesta.

-Salió de improviso.

- ¿Vas a ver a alguna amiga? -pregunto a la vez que fruncía el ceño y arqueaba levemente su cabeza.

-Yo... -negué como si fuera un niño frente a una profesora que lo interroga, a decir verdad, así me sentía cada vez que estaba con ella, no porque Alejandra fuera así, sino por mi falta de capacidad para interactuar con las mujeres que me atraían - no... esto es un viaje del trabajo -mentí- Me llamaron de improviso y no puedo negarme.

- ¿Qué clase de trabajo tienes?

-Uno muy exigente- trate de desviar el tema. Ella lo noto, pero no quiso seguir preguntando.

- ¿Cuándo vuelves?

-En tres días a lo sumo.

No sabía cuánto iba a demorar. Hasta ahora las personas con las que me había reunido me habían tomado no más de un par de horas. Solo podía suponer que esto sería igual. Aunque también era posible que este tal Copérnico fuera diferente y me diera más información que el resto. Claro que todo parecía a apuntar que esta agrupación secreta era sumamente reservada y a los tipos como yo, solo les decían lo estrictamente necesario para captar su atención.

Acarició a Benito en la panza.

-Okey -sonrió- Entonces necesitas que cuide a Benito y que te facilite una maleta de viajes... mmmmm, bueno supongo que te puedo ayudar. Tengo una mochila de acampar. La usaba cuando iba de viaje a las Torres del Paine, antes que se quemaran.

-Te lo agradezco mucho, salgo hoy en la noche y ando muy nervioso. No salgo de viaje nunca.

-Entonces vamos a tener que organizar una salida uno de estos días -miró a Benito- A él le haría bien. Lleva una vida sedentaria.

Yo asentí y ella rio. En ese momento éramos como dos niños de enseñanza básica que planeaban hacer una maldad. Supongo que de niña Alejandra me habría fascinado. Directa, inquieta, activa y sobre todo apasionada con todo aquello que le gusta. Muy diferente a como era y soy. Un tipo serio, seco, indiferente y que rehúye de todo lo que sea nuevo y desconocido.

-Volveré en tres días.

-Aún no te he dicho cuánto te va a costar este favor.

-Perdón no quería parecer un abusador, dime cuánto te debo.

Negó con el rostro.

-Una salida a tomar café.

Esta vez fui yo quien sonrió. Asentí, no despedimos y me marché. Una extraña mixtura se apoderaba de mí. La ansiedad de saber qué me dirigía a un destino desconocido se sumaba a la expectativa de volver a ver a Alejandra y cumplir con mi promesa de tomar ese café. Deje escapar un suspiro y avance por entre la oscuridad que se cernía en el Gran Santiago. Llegue al terminal veinte minutos antes de la salida del bus. Nunca me ha gustado llegar a la hora. Supongo que es una de mis manías, llegar antes entre diez a treinta minutos. Así me ahorro cualquier posible sorpresa. Mientras esperaba la salida me dedique a ver a las personas que iban de un lugar a otro por el terminal. Hombres, mujeres y niños, un tumulto absolutamente heterogéneo de personas. Todos con sus propios afanes, problemas y preocupaciones. En medio de todos estaba yo, un tipo que rallaba en ser ermitaño y obsesivo, que iba de viaje a hablar con alguien que no conocía sobre un tema del que no tenía la más mínima idea. Así es la vida, da vueltas y cambia de un momento a otro. Lo sabía bien, yo lo había vivido. Al cabo de un rato llegó un bus que decía destino a Antofagasta. Me acerque mostré mi boleto, el funcionario asintió, corto una parte y yo procedía mi lugar. Por lo general todos quieren ir sentados junto a la ventana. Yo prefiero el pasillo. Me da una sensación de movilidad. Nunca me ha gustado estar en lugares pequeños, me recuerda a cuando mi madre me encerraba en el closet para ocultarme de ese tipo, mi padre, cuando llegaba borracho. En ocasiones podía horas sin salir, oyendo las brutales palizas que le propinaba, aterrado, sin entender qué era lo que sucedía. Debo decir que mi mamá siempre fue una mujer que se mantuvo incólume. Jamás le escuche gritar. En cambio, él vociferaba como un animal enajenado, sin control. Para mi suerte nadie iba en el asiento junto a mí. De manera que pude tomarme la libertad de ir a mis anchas y mirar por la ventana el paisaje nocturno. Las estrellas se extendían en un cielo increíblemente claro, limpio. Resultaba increíble ver la cantidad de estrellas que adornaban el firmamento. Nunca he podido dejar de impresionarme por la grandeza de los cielos. Si bien debo decir que soy un absoluto materialista, que no creo en nada que sea espiritual. Cuando observo tal grandeza me evoca una sensación, el anhelo de que exista algo superior, una fuerza creadora, poderosa que le entregue sentido a esta existencia vacía y etérea. Sé que es una idea infantil. Pero supongo que a todos nos ha sucedido que muy en lo profundo algo nos llama a querer una vida que trascienda a ésta, que te ofrezca algo más que dinero, posición o fama. A veces tengo la impresión que fuimos creados para algo más que sencillamente nacer, crecer y morir. En todo caso solo son reflexiones nocturnas, hechas en un bus, camino a un destino que desconozco. Mi arribo a Antofagasta fue sin novedades. Para cuando llegamos ya era de madrugada y el sol comenzaba a salir. Debo reconocer que pese a lo árido de esas tierras había una belleza que parecía decorar el paisaje. La mezcla de colores, rojo, café, negro, una que otra planta que se abría paso en medio del desértico paraje, transmitían la idea de que en esa región se ocultaban secretos guardados por milenios esperando a ser descubiertos. Tomé un taxi, le dije la dirección y partimos. Cuando llegué me encontré con un gran pedazo de tierra cercado. En él no había nada más que cactus. Se encontraba lejos de todo, era evidente que por esos lares no pasaban ni taxis, micros, colectivos o cualquier otro vehículo. Pero como siempre tome mis precauciones, le había solicitado el número de celular al taxista en caso de tener que comunicarme con él. Miré la hora, aún faltaban un par de minuto para que llegara ese tal Copérnico. Espere, pero nadie se presentó. Continué con la espera por unos minutos más. Los minutos se volvieron horas. Para ese momento ya me encontraba completamente molesto y desesperado. ¿Qué había sucedido con ese tipo? Tal vez no estaba interesado en hablar conmigo y sencillamente no existía. También cabía la posibilidad que en efecto todo lo acontecido los últimos días no fuera más que la creación de un par de personas enfermas mentalmente, que buscaban sumar a un muchacho en sus locuras. De modo tome mi celular y marque el número del taxista. Para mi sorpresa una voz indicando que me encontraba sin señal se escuchó. Volví a marcar, la respuesta fue la misma. Luego otra vez y otra. Al cabo de unos diez intentos comprendí que estaba en medio de la nada, sin forma de contactarme con alguien ni pedir ayuda. Para ese momento la ira me había dominado y despotricaba contra todo el mundo, pero sobre todo contra mí por haber sido tan estúpido como para hacer ese viaje. Fue hasta ese momento que pensé que nunca consideré la posibilidad de que algo como eso me sucediera, quedar varado en medio de la nada, literalmente arrojado a mi suerte. Me tomo unos minutos calmar y organizar mis ideas. No valía la pena quejarme. Tenía que salir de ese problema de la forma que fuera. Considere el tiempo que me había llevado llegar hasta ese lugar. Evalué la velocidad del taxi. Todo indicaba que me encontraba a unas tres horas de la ciudad caminando. Ese no era el problema. Lo que si me complicaba era que ya eran las 10 am y el sol quemaba. No tenía otra opción más que comenzar a caminar. Estaba claro que no moriría, pero de todas formas no era agradable haber hecho ese tremendo y largo viaje para nada y además tener que soportar caminar bajo el abrasador sol de Antofagasta. Un sonido de explosión a lo lejos llamo mi atención. Luego vi una nube de humo negro que se alzaba a la distancia. No pasaron más de un par de minutos cuando noté que un vehículo se acercaba a toda velocidad. Era un jeep que avanzaba levantando una enorme nube de polvo. Por un instante sentí frío, uno que provenía desde mi interior. No sabía la razón, pero no me daba buena espina ver a un vehículo acercándose a toda velocidad hacía mí en medio de la nada. Pensé en las advertencias de los ancianos y consideré mis opciones. Salir corriendo no tenía sentido esconderse en ese lugar era imposible, no había nada más que polvo y cactus que se extendían a lo largo de kilómetros. Por otra parte, si aquel no era más que un vehículo que pasaba por ese lugar por simple casualidad, era mi oportunidad para volver a la ciudad. Elegí esa opción. En ese momento el jeep se detuvo justo frente a mí. Un hombre que no superaba los cincuenta años, de cabellos negros, ropa que evocaba a Indiana Jone abrió la ventana me miro de pies a cabeza.

- ¿Bastián?

-Soy yo.

-Ven sube... -hizo una seña- no tenemos mucho tiempo. Ellos andan cerca.

Asentí y subí. El hombre apretó el acelerador y partió hacia el desierto a toda velocidad, literalmente como si estuviera sumergido en una persecución digna de una película de Rápido y Furioso. Nos perdimos en una enorme nube de polvo dejando a la distancia todo rastro de civilización.

La Gran ConspiraciónWhere stories live. Discover now