Perros uniformados

1K 36 10
                                    

En esta vida he sufrido dos fobias: los hombres de uniforme y los perros. De pequeña, que yo recuerde, ya me pasaba. Mi padre trabajó una temporada de conserje. Hasta que no se cambiaba de ropa, no quería saber re de él; no lo reconocía; el pánico me empapaba.

 En cuanto a los perros solo aguantaba los cachorros, con recelo. Me hacían demasiado respeto. Los imaginaba cuando se hicieran grandes. El vecino del quinto tenía un pastor alemán. Una vez coincidimos en la escalera. Yo tendría ocho o nueve años. Lo recuerdo porque al poco tiempo hice la comunión. Él bajaba. Yo subía. Solo darse cuenta, el perro se me abalanzó. Por mucho que le pegara su amo, él continuaba ladrándome, babeándome encima, asustándome con sus ladridos. Me meé encima. No salí de casa en un mes. 

Yo iba celebrando aniversario tras aniversario. Pero el terror que me provocaba la visión de cualquier perro o de un pobre guardia urbano ordenando el tráfico iba en aumento. Mis padres ya no sabían qué hacerme, qué decirme, qué no decirme. No había término medio. Me daban miedo, especialmente, los Dóberman —mi abuela tenía dos y los tuvo que sacrificar en el matadero— y los uniformes oscuros, sobrios y relucientes. A los diez años, fui al primer psicólogo; en vano, como todos.

Los primeros diagnósticos siempre apuntaban lo mismo: epilepsia; los segundos, tres cuartos de mismo, me estaba volviendo loca; si no lo estaba ya.

Después de tirar un buen fajo de dinero en cada visita, mis padres optaron por llevarme a un médico naturista. No confiaban en la medicina alternativa, pero ya no les quedaba otro remedio que probarlo. Lo intentaron, pobres, pero el resultado fue idéntico al que predicaban los discípulos de Freud: Enciérrenla, se harán un favor, créanme.

   Pero no, no me encerraron. Al contrario. Continuaron cuidándome, protegiéndome, alejando de mi entorno cualquier perro, cualquier conocido que trabajara con uniforme. Dóberman, ni uno. Colores oscuros, fuera, lejos. La salvaremos, se decían. En vano, sin embargo. No les puedo reprochar nada. Lo intentaron. Tenían fe. Yo también.

La época correspondiente a la adolescencia la pasé de aquella manera. No tuve ningún susto grave, pero en urgencias me tuvieron que atender varias veces porque se había cruzado en mi camino un pastor belga o un funcionario de correos.

No podía ir al cine; no soportaba al hombre de la linterna. Aún menos podía estar cerca de un soldado, de un enfermero, de un portero de hotel.

Crecí, pero todo continuaba casi igual. Todos pensábamos que el hecho de entrar en la facultad quizá... Pero no. Nada de nada.

Me ocupé con el estudio. En diez años, aprobé tres carreras. Por eso he sido la consejera de Gobernación. La mujer más importante de la nación después de la Primera Dama. Pero cuando tenía que participar en algún evento público, me tenía que colocar lejos de la policía. Sobre todo cuando iban de gala. Me estremecían. Lo lamento muchísimo, pero me tiene totalmente maniatada. Mi compañero de Interior, un encanto todo hay que decirlo, ordenó que no quería ni un perro cerca de mí. Siempre llevaba escolta de paisano.

Estuve mucho tiempo sin sufrir ningún incidente de este tipo. Era feliz sin perros, sin uniformes a mi lado. Sabía que podía curarme. Y todo parecía indicarme que así estaba ocurriendo. Pero una tarde tuve que coger el metro.

No hace ni un mes que el Presidente propuso montar una campaña para promocionar los transportes públicos en las escuelas. In situ, un miembro del gobierno viajaba con un grupo de primaria y les explicaba las ventajas del autobús, del ferrocarril, del metro. A mí, me tocó ir de Badalona hasta Zona Universitaria con dos clases de ESO. Hicimos transbordo en Paseo de Gracia. Aquel pasillo fue mi infierno.

✞︎Histørias de terror✞︎Donde viven las historias. Descúbrelo ahora