El psicólogo

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Martín llevaba cinco años ejerciendo la carrera de psicología y tenía un posgrado en atención a adolescentes con problemas emocionales cuando decidió cambiar de trabajo; pensaba en un cambio de ambiente debido a que tres meses atrás se había quedado viudo a consecuencia de un ladrón quien  entro a su casa a robar siendo descubierto por su esposa, la cual recibió un balazo en la cabeza por parte del malhechor. Después de esa desgracia, el psicólogo se cambió de casa y dejo de frecuentar a sus antiguos amigos y familia pues tenía la idea de que con su nuevo empleo podía comenzar una nueva vida.
En la preparatoria donde había entrado a trabajar sus funciones no eran muy estresantes, ya que los alumnos que iban a consultarlo por lo regular lo hacían porque se sentían deprimidos a causa de la falta de atención de sus padres o alguna desilusión amorosa. Trabajo sencillo; algunas sesiones de terapia a cada uno de ellos quienes en pocos días comenzaban a recuperar su confianza así como las ganas de vivir, todo lo cual de alguna manera le daba paz interior al joven profesionista, tomando en cuenta lo que había sufrido hacía algún tiempo.
Hasta que conoció a Eduardo.
Le llegaron reportes por parte de algunos maestros que hablaban de un joven de dieciséis años, solitario y huraño que dormitaba en clases y que incluso en un par de ocasiones se había despertado sobresaltado y gritando. Martín pensó que simplemente se trataba de un estudiante que se pasaba parte de la noche metido en internet por lo que al otro día simplemente se dormía intentando recuperar el sueño perdido.
Aun así, programó una cita y cuando llego Eduardo de primera instancia lo vio como a cualquier otro joven; alto, delgado y desgarbado, pero lo que de verdad le llamó la atención fue la mirada de angustia adornada con unas pronunciadas ojeras que resaltaban en el tono pálido de su piel.
Inmediatamente intentó hacer contacto con él:
-Hola, me han dicho que el rendimiento de tus clases ha bajado drásticamente-.
Quiso comenzar por algo sencillo para ganarse su confianza; aun así, el jovencito se mostró desconfiado:
-Sí, he bajado de calificaciones-.
-¿A qué crees que se deba?-. Prosiguió.
Eduardo quiso decir algo importante pero mejor se salió por la tangente:
-Pues… simplemente he tenido una mala época en mis estudios; a todos nos sucede alguna vez ¿No?-.
Martín no quiso presionar más, por lo que se dedicó mejor a platicar con el joven acerca de su vida personal; ya habría tiempo para lo que él pensaba que afligía a su nuevo paciente.
El psicólogo le ordenó una sesión semanal a las cuales acudía Eduardo al principio de mala gana, viéndolas como una obligación, pero conforme pasó el tiempo se fue relajando más y más; le agradaba platicar con el doctor debido a que se daba cuenta que éste último en realidad lo escuchaba, por lo que Martín pensó que simplemente era un chico atormentado por la soledad y que de ahí derivaban todos sus problemas escolares, y más cuando le comentó que en realidad no tenía amigos; ni en la escuela ni cerca de su casa lo que aunado a la falta de interés por parte de sus papás, le animaba a pensar que había dado en el clavo.
En una ocasión, casi dos meses después de sesiones de terapia, Martín decidió volver a insistir en lo que le aquejaba al adolescente, por lo que volvió al tema:
-He visto con satisfacción que eres inteligente e incluso dedicado a tus labores escolares; no entiendo porque sigues reprobando tus materias. ¿Quieres decirme que está pasando en tu vida que no te deja dar tu mejor esfuerzo?-.
Eduardo guardó silencio por algunos momentos y luego contestó tristemente:
-Es que si le cuento no me va a creer-.
El psicólogo insistió:
-Entiendo tu falta de confianza, pero recuerda que soy un profesional en problemas de los adolescentes, por lo que nada de lo que me digas me va a sorprender; incluso te puedo ayudar más de lo que tú crees-.
El jovencito sonrió enigmáticamente y dijo:
-Estoy seguro que nadie le ha contado algo como lo que yo estoy sufriendo-.
Martín suspiró y le dijo:
-Pues entonces ponme a prueba-.
Eduardo hizo un silencio interminable, hasta que mirando directamente a los ojos de su terapeuta, le soltó:
-Cuando cierro los ojos veo a los muertos-.
Martín se pasó los siguientes días analizando las palabras que le había dicho su nuevo paciente; por lo que había platicado con él no consideraba que padeciera alucinaciones; no se drogaba y hasta done él veía, no había sufrido un trauma tan grande como para tener una afectación mental a tal grado que quisiera llamar la atención de esa manera tan extraña.
En la siguiente sesión le pidió que ahondara más en su “condición”, así que le pidió a Eduardo que le platicara desde cuándo le pasaba lo que le había contado.
El adolescente lo pensó un momento y comenzó su relato:
-Todo comenzó a raíz de un accidente que tuve en mi casa; me caí de la escalera y al estar solo debido a que mis padres trabajan todo el día, quedé tendido en el suelo, creyendo que iba a morir y cuando cerré los ojos me di cuenta que una infinidad de sombras danzaban frente a mí; algunas me ignoraban pero otras se me acercaban con curiosidad; cuando les puse más atención pude ver que eran personas que habían muerto y que curioseaban por mi casa sentándose en los sofás de la sala mientras platicaban entre ellas y que algunas otras simplemente se sentaban en el suelo para llorar desconsoladamente-.
Martín quiso saber más, por lo que le preguntó:
-¿Se han comunicado contigo?-.
Eduardo experimentó un ligero temblor en todo el cuerpo y continuó:
-Sí, cuando las ánimas se dieron cuenta que los veía fijamente comenzaron a hablarme-.
-¿Y qué te dicen?-.
El jovencito dijo con una infinita tristeza:
-Me platican acerca de su vida; todo lo que dejaron pendiente así como lo mucho que extrañan a sus seres queridos-.
El psicólogo tratando de controlar el miedo que comenzaba a acrecer dentro de él de manera incomprensible, quiso saber:
-¿Y cómo son físicamente?-.
Eduardo hizo una mueca de desagrado y contestó:
-Eso es lo peor de todo, pues se ven como cuando murieron-. Y haciendo una pausa continuó. –Incluso hay algunos a los que les faltan partes de su cuerpo ¡Esos sí que me dan miedo!-.
El doctor ya no quiso insistir y dio por terminada la sesión para poder analizar lo que le acababa de contar su paciente.
Investigó en su biblioteca personal para ver si podía dar con alguna respuesta y al no encontrar nada en la siguiente sesión le dijo a Eduardo que lo iba a mandar a que le hicieran unos estudios a su cerebro, a lo que el jovencito contestó con una sonrisa burlona:
-No me cree ¿Verdad?-.
Martín decidió no dar una respuesta directa y exclamó:
-Es solo para comprobar que no es una cuestión orgánica y así poder ayudarte correctamente-.
Eduardo simplemente dijo:
-No se preocupe doctor; sabía que no me iba a creer-.
Cuando el psicólogo recibió los resultados de los estudios vio con desencanto que no había nada fuera de lo normal, por lo que cada vez se convencía de que el adolescente le estaba diciendo la verdad; con todo, se resistía a creer que un ser humano pudiera ver a los habitantes del más allá y peor aún, que se comunicara con ellos.
No se atrevía a recomendar alguna posible solución; sentía que tenía que saber más al respecto de la condición mental del joven por lo que en la siguiente sesión, le preguntó:
-Oye, y tus “visitantes”, ¿Alguna vez te han pedido que te lastimes a ti mismo o a alguien más?-.
Eduardo sonrío comprensivamente, como alguien que habla con un niño y le dijo:
-Por favor doctor, ya tienen demasiados problemas por la culpa que arrastran debido a lo mal que se portaron cuando estaban vivos como para querer dañar a alguien más-.
Y antes de que el psicólogo dijera algo, el jovencito prosiguió:
-Lo que sí me han pedido es que me comunique con sus familias para darles algún mensaje-.
-¿Y lo has hecho?-.
Eduardo se puso serio y contestó:
-Cuando he podido sí lo he hecho; pero no llego con las personas a decirles: “Tengo un mensaje de su padre muerto; dice que te quiere mucho”-. Y riendo fuertemente añadió. -¡Entonces sí me meterían al manicomio!-.
El doctor dijo:
-¿Y entonces que haces?-.
-Cuando puedo les dejo algún recado anónimo o alguna señal que ellos puedan interpretar como que se las dejó el vida el difunto; solo en una ocasión si me metí a la casa de una familia para poner una maleta llena de dinero que un anciano había escondido toda su vida-.
Martín preguntó inmediatamente:
-¿Dinero? ¿Y porque no te quedaste con él?-.
Eduardo finalizó con una seria expresión:
-Porque no era para mí-.
Martín no tenía respuestas y eso lo hacía sentirse frustrado.
Se pasaba las noches en vela tratando de encontrar la solución a la afectación emocional que él creía que tenía Eduardo; había ocasiones que incluso se levantaba a medio noche en la soledad de su casa para revisar alguno de sus libros o incluso para buscar en Internet algo que lo ayudara con la condición de su nuevo paciente.
A veces simplemente se sentaba en la sala de su casa ahogándose en café pensando en esta situación; se resistía a creer que Eduardo le estaba diciendo la verdad. Reflexionaba en el hecho de que a pesar de todo, las pláticas que tenía con el joven le estaban ayudando a éste último, pues notaba que cada vez se abría más ya que le platicaba de sus aficiones e intereses en la vida e incluso, le platicaba acerca de sus planes para el futuro, lo cual cada vez le indicaba más que no había nada extraño en su paciente.
A excepción de que hablaba con los muertos.
Desgraciadamente no le pudo dar seguimiento al caso debido a que la siguiente semana le notificaron en el instituto que los papas de Eduardo lo habían dado de baja para llevárselo a otra escuela; Martín insistió en que quería conocer los datos personales del joven debido a que podía padecer una enfermedad muy peligrosa para su salud, pero los directivos se negaron rotundamente a darle la información solicitada alegando que como ya no era alumno del instituto, había dejado de ser su problema.
El doctor intentó por todos los medios dar con el paradero de Eduardo pero fue en vano; como no había hecho amistad con sus compañeros, estos no podían darle datos útiles para dar con él y como hasta había cerrado su página de Facebook, era como si simplemente se lo hubiera tragado la tierra.
Debido a la falta de interés mostrado por las autoridades escolares en ese y otros casos de relevancia médica, Martín solo estuvo unos cuantos meses más en ese colegio y renunció para llevar sus conocimientos y ayuda profesional hacia otras latitudes, y cuando comenzaba a olvidar al extraño joven y su peculiar historia resultó que años después se lo encontró en un centro comercial. Le dio mucho gusto volver a ver a Eduardo por lo que después de las clásicas preguntas de rigor acerca de su vida en general, lo interrogó acerca de lo que le había contado:
-Y dime, ¿Todavía hablas con los muertos?-.
Eduardo sonrió y contestó:
-Sabía que me iba a preguntar eso; pues sí, todavía hablo con ellos-.
Y con un suspiro resignado, continuó:
-¿Sabe doc? Ya no lo veo tan trágico; es como si aceptara que eso es parte de mí, de lo que soy y que esa es mi vida. Incluso me he hecho amigo de varios de ellos; algunos me aconsejan acerca de las decisiones que debo tomar o por lo menos me cuentan cosas interesantes de cuando estaban vivos-.
Sonrió alegre y finalizó:
-Creo que se podría decir que soy feliz viviendo así-.
El psicólogo ya no quiso ahondar en el tema por lo que pensó que cierto o no, al parecer Eduardo ahora vivía más tranquilo y que por lo menos ya no tenía la mirada de angustia y temor que mostraba cuando lo conoció.
Se despidió afectuosamente del extraño joven, pero antes de que se diera la media vuelta para alejarse, Eduardo esbozó una sonrisa siniestra y le dijo:
-Por cierto, doctor; su esposa siempre camina a su lado, desde la noche en que usted le dio un balazo en la cabeza-.

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