Capitulo XVIII

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Poco a poco, los acontecimientos del mes anterior, la sensación de pérdida y de fragmentación que habían experimentado, fueron difuminándose. Volvió a reír, sorprendida de lo relajadas que ambas estaban desde que llegaron a la isla. En secreto, tenía miedo de lo que ocurriría el día que tuvieran que marcharse. Deseó que pudieran quedarse allí para no tener que enfrentarse a los desafíos diarios de la vida en Gotham ni al hecho de que pudiera surgir otra mujer que destruyera aquel estado de felicidad.
Por las tardes, se sentaban en la terraza y bebían ouzo o retsina. A continuación, cenaban los deliciosos platos griegos como las moussakas o el delicioso aranaki, el cordero, que les preparaba Efi, la cocinera. Algunas veces, tomaban la lancha motora y se dirigían hacia una de las tabernas del puerto para cenar. En ocasiones, permanecían allí durante horas y Kara jugaba al backgammon con alguna de las personas más viejas del pueblo, que se pasaban allí sentadas todo el día, fumando el fuerte tabaco turco y tomando cafedaki, un café solo muy fuerte y dulce.
Cuando Lena se tomaba el suyo, María, la esposa del dueño de la taberna, se sentaba a su lado y le ponía la taza del revés para permitir que los granos de café cayeran por su propio peso.

Entonces, varios minutos más tarde, normalmente después de una larga conversación con su esposo que más bien parecía una discusión, regresaba al lado de Lena y comenzaba a decirle la buenaventura, que su nieto de trece años, Janis, traducía con sorprendente facilidad.
—Dice que estás casada con una buena mujer, pero que no confías en ella —le dijo un día, después de que la abuela volviera a colocar la taza sobre el platillo y la mirara con comprensión—. Dice que es normal Kara Zor-El es una mujer muy guapa. Su taza dice que ha poseído muchas mujeres, pero ya no.
—Bien, gracias —se apresuró a contestar Lena. Esperaba que las palabras del muchacho se hubieran visto ahogadas por los sonidos del agua y la música de sirtaki que procedía de la radio y que, por lo tanto, Kara no hubiera podido escuchar nada.
—¿Quieres jugar, Lena? —le preguntó kara—. Petros acababa de ganarme. Es el mejor jugador de la isla, pero aún nos queda tiempo para una más antes de regresar.
Entonces, miró al mar y le dijo algo a Petros en griego. El anciano entornó los ojos y contempló las olas.

—En realidad, creo que es mejor que nos vayamos ahora mismo. Petros dice que podría haber tormenta. En esta época del año, se pueden formar de la nada. Jugaremos en casa, mi amor. ¿Te parece bien?
A Lena se le ocurrían otros juegos que podrían jugar en casa, pero no dijo nada. Recogió la cesta y el sombrero de paja que se había convertido en parte fundamental de su atuendo en la isla y, tras despedirse de todos los presentes, se dirigió con Kara a la motora.
Habían recorrido tres cuartas partes del camino cuando estalló la tormenta. El cielo se llenó de oscuras nubes y el viento empezó a arreciar. Se levantaron grandes olas, que dificultaban sobremanera el manejo de la lancha.
—Agárrate con fuerza —le dijo Kara—. Estaremos en casa muy pronto. ¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien —gritó Lena, ocultando su temor. De repente, una enorme ola sacudió la lancha y estuvo a punto de lanzarlas a las profundidades.
—¡No te sueltes! Ponte un chaleco salvavidas.
Lena hizo lo que Kara le había pedido. Con gran dificultad; se puso el chaleco salvavidas soltándose durante el menor tiempo posible. Kara estaba haciendo lo mismo cuando los truenos resonaron con fuerza en el cielo y otra enorme ola las embistió. La lancha volcó sin que Kara pudiera hacer nada por evitarlo.
Lena sintió que la fuerza del mar catapultaba su cuerpo a las profundas aguas del Egeo.
¿Dónde estaba Kara? Desesperadamente, trató de agarrarse a la lancha, que aún estaba bastante cerca.
—¡Kara! —gritó, angustiada—. Kara, ¿dónde estás? ¡Respóndeme!
Vio que no estaban muy lejos de la costa. ¿Las habría visto alguien? ¿Saldría alguien para rescatarlas con aquel tiempo? ¿Dónde estaba Kara? ¿Por qué no respondía?
El miedo se apoderó de ella. Desesperadamente, trató de rodear la lancha para ver si podía encontrarla. Tal vez había perdido la consciencia por la caída. Tal vez…
Cada vez le costaba más mantenerse agarrada al bote. La fuerza de las olas la empujaba y casi no podía respirar porque el agua la cubría constantemente.

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