Capítulo 4.

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Recordaba mis palabras de hace unos minutos, cuando dije que Vivienne no tenía pinta de profesora, sin duda alguna ella me hizo tragarme mis palabras cuando nos tocó salir. Vestida con una blusa blanca, pantalones negros, tacones y un maquillaje sumamente sencillo, Vivienne parecía una verdadera docente, y por un instante demostraba un aspecto acorde con sus ideales y a lo que se dedicaba.

Luego de aquellas palabras que ella me había dedicado antes de salir me concentré en reflexionar sobre los últimos 6 o 7 años. Tenía unos veintidós cuando me tatué aquello, ¿Por qué me era tan difícil mirarle el lado bueno a aquella obra de arte?, lo más triste del asunto es que aquella pregunta tenía una respuesta perfecta, una que de tan sólo pensarla causaba un resonar en mis oídos y llevaba mi conciencia a un mundo de recuerdos que se envolvían entre sí como un torbellino, arrasando con cada gota de felicidad, hasta colmarme en tristeza y melancolía. Los recuerdos eran variados, sí, pero el que más me dolía de ellos era el que Vivienne me había hecho recordar recientemente, el recuerdo de la mujer a la que me había entregado una vez, la que en su momento quise que fuera la primera y última, pero gracias a ese objeto en mi pecho, lo que era felicidad, tranquilidad, amor y un futuro asegurado, se desvaneció sin dejar nada más que recuerdos. Si le contaba esa historia a ella para que no volviera a repetir su pregunta conocía perfectamente la que sería su respuesta: “Es un simple tatuaje, ¿Qué tan malo puede ser?”, quizás luego me llamaría Osu para hacerme sentir en confianza y terminaría de desmoronarme. Si algún día ella dejaba de ser mi paciente y lográbamos entablar una relación de amistad quizás le contaría todo lo que me atormentaba y alternaría nuestros papeles, permitiéndole a ella escuchar mis problemas y conmigo contándole todo lo que ocultaba tras mi sonrisa y mi forma de ser.

El silencio en el auto perduró hasta que ella habló.

―¿Preparada para ver la otra cara de Brasil?―Preguntó.

Quise hacer oídos sordos a su pregunta, como si me impactara que dijera aquello, pero siendo franco ella tenía toda la razón. Cuando las personas hablan de Brasil suelen pensar en Río de Janeiro, al pensar en Río de Janeiro se piensa en el Maracaná, en Copacabana, en Ipanema, en el Cristo Redentor, en el carnaval, las playas, la hermosa vida silvestre, pero nadie piensa en las favelas. Esa zona tan desolada y abandonada, por más que la gente que quiera ignorar la existencia de las mismas, la realidad es que ahí ocurren las peores injusticias en todo el país. Lo más triste del caso es que la mayoría de ellas salían impunes, por no decir todas.

A pesar del nudo en mi garganta respondí:

―Sí.

Estacionamos algo lejos de lo que era el lugar en sí. No tenía idea de las favelas de Río, a pesar de los años que llevaba habitando el lugar, nunca les había dado el interés correcto. Rocinha era el nombre de la favela en la que nos encontrábamos, y ahora la pregunta que recorría mi cabeza era ¿Por qué una mujer con tanto como Vivienne Bolton se arriesgaba físicamente aquí, sólo para enseñar? Supongo que a eso se le llamaría tener vocación.

―¿Sabías que acá se encuentra la mayoría de la población analfabeta en Río?―¿Me sorprendía que me dijera aquello? Para nada―. Me gusta ver como día a día los niños pueden aprender a leer y hablar, la paga no es lo mejor del mundo, pero disfruto muchísimo de lo que hago; me hace sumamente feliz.

Me recordaba a mí cuando estaba en la universidad, siempre trataba de aplicar lo que iba aprendiendo con alguna persona conocida. Siempre hacía lo mismo, me acercaba a las personas y les preguntaba: “¿Quieres contarle tus problemas a alguien?”, sin duda siempre había amado lo que hacía, con la misma pasión e intensidad que tenía Vivienne Bolton ahora.

Rosas y Espinas.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora