CAPÍTULO 3

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Volcans — Buhos

Ballant junts fins que acabem perdent la raó.

Estúpida alarma.

Emití un gruñido de protesta y me arrastré las manos por la cara. No me apetecía salir a correr.

Rodé por la cama y alargué el brazo para coger el móvil de la mesilla de noche y detener la estúpida alarma. Las siete de la mañana. Pereza máxima.

Pese a que la vaguería intrínseca en mí batalló por continuar sintiendo el cálido abrazo del nórdico, bostecé cual león, me estiré cual oso pardo, emitiendo sonidos guturales extraños, y me levanté de la cama mientras me rascaba una teta inexistente porque ahí solo notaba plano.

Sintiendo la boca pastosa y los pelos enmarañados en los labios, subí la persiana para que entrase la claridad del día a la habitación. Mi dormitorio era el más luminoso del piso, y eso paliaba un poco mi mal despertar.

Entonces, abrí la ventana para airear el cuarto y la actividad cotidiana de la urbanización me sacó una sonrisa. Varios carritos y gigantescas mochilas escolares coloreaban la calzada. Vi como una madre se pasó tortuosamente la mano por la cara cuando a su hijo se le atascó el carrito en un escalón. Lo ayudó a subir y el niño volvió a dar saltitos de alegría, uniéndose a otros niños.

Me vestí con la ropa de deporte, me calcé las deportivas, cogí las llaves del escritorio y salí del piso mientras me ponía los auriculares. Cuando pisé la acera, ya sonaba una canción animada y empecé a trotar para calentar el cuerpo.

Estaba dando la última vuelta a la manzana mientras escuchaba a Ariana Grande cuando la canción se detuvo, empezando a sonar mi tono de llamada. ¿Quién me llamaría a las ocho de la mañana? Por un momento, pensé en Noah y se me detuvo el corazón.

Pero cuando saqué el móvil del bolsillo de la sudadera vi que se trataba de papá. Uf, menos mal. Volví a respirar. Sin parar de correr, descolgué la llamada y coloqué el micrófono de los auriculares para que me escucharan bien mientras volvía al piso.

—Holitaaa—saludé.

—¿Ya estás sufriendo por ahí? Llevarás abrigo, por la mañana refresca mucho y luego te pones mala.

Sonreí divertida.

—Claro que sí. Llevo una sudadera gordita anti-resfriados.

—¿Come bien? —se oyó la voz de mi madre por detrás—. Sebastian, pregúntale a la niña si come bien. Has acaparado el teléfono y no se me escucha.

Oh... mamá, siempre se te escuchaba.

Papá suspiró.

—Tu madre me pregunta si comes bien.

Se volvió a oír su voz por detrás

—Que está muy delgada, díselo también

—Deja a la niña tranquila—protestó—. Está estupenda.

Este era el pan de cada día con mis padres. Sonreí. Solo llevaba un par de semanas aquí y ya los echaba muchísimo de menos. Si no fuera por mis nuevos amigos las habría pasado lloriqueando en la cama.

—Sí, como bien, mamá—esquivé a una pareja de ancianitas—. Y vosotros ¿Cómo estáis?

—Sebastian, dame el teléfono. ¡Mira! Ya estás toqueteando y están saliendo cosas raras—se oyó quejarse a mamá, un poco distorsionada.

—¿Yo? Pero si eres tú, que no paras de intentar quitarme el móvil. Estate quietecita un rato.

—Porque quiero hablar con la niña. Quita. Quiero preguntarle una cosa.

Solo ocho letrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora