-Bienvenido, muchacho, pensé que te habías arrepentido.
Lucía bastante anciano. Estaba de espaldas, acomodando algunas cajas de madera en un cubículo ubicado detrás de su escritorio.
-En absoluto, señor – respondí, sonriendo, aunque él no estuviera mirándome.
-Cierra la puerta y siéntate.
Su voz mandatoria, me hizo recordar a la de papá, cuando cumplía con su profesión. Seguí sus órdenes y, mecánicamente, me senté sobre la silla de cuero. Él, finalmente volteó a mirarme.
Los dificultosos pasos que dio para llegar hasta su silla, y el modo en el que se sentó, sumados al cuidado que le dedicó al proceso, me hicieron reafirmar la teoría de que debía contar con una edad muy avanzada. Sus canas se asomaban dulcemente sobre su cabeza, haciendo juego con sus arrugas. Sus ojos azules se pronunciaban cuando él hablaba, pero cuando hacía silencio, denotaban cansancio.
Tomó de su escritorio los anteojos, se los colocó y, por un instante, me miró directamente a los ojos. Me sorprendió tanto, que no pude esquivar su mirada, así que permanecimos uno en los ojos del otro, al menos durante diez segundos.
-El puesto es tuyo – dijo, volviendo a quitarse los anteojos y colocándolos exactamente en el mismo lugar en el que habían estado.
Me dejó estupefacto.
-¿Y la entrevista? – pregunté, después de haber superado la etapa de asombro.
-Ya la hice.
Y antes de poder reprocharle algo, se explicó:
-¿Qué vas a decirme? ¿Acaso Cristina no te advirtió que sólo necesitaba saber que no eres un loco más con un título? – soltó una ligera risa - necesito de una persona que venga a tratar a mis pacientes, no que venga a ser uno – se explicó, y me hizo entender que realmente había tenido muy malas experiencias previas.
Sin embargo, hubo un detalle que llamó poderosamente mi atención.
-¿Cómo sabe que fue Cristina quien me trajo hasta su puerta? Usted nunca la vio.
-No la vi, la escuché – dijo, mientras jugaba haciendo rodar su bolígrafo plateado sobre el escritorio - reconozco la voz de cada enfermera, de la cocinera, el jardinero, de los treinta y dos pacientes. Ya aprendí a identificar la tuya y no la olvidaré ni después de que muera.
Me asombré. Cuando abrí la boca para pedir una explicación, él se adelantó.
-Soy setenta y cinco por ciento ciego de mi ojo izquierdo. Desarrollé un oído superior, por eso soy bueno memorizando voces. Sobre todo si son de personas que frecuento.
Algo me había quedado claro: el hombre era excéntrico, pero no demasiado. Yo ya había visto cosas peores.
-¿No necesita mirar mi título universitario?
-¡Por supuesto! ¿Qué clase de médico sería si no lo hiciera? ¿Qué clase de médico sería si no pudiera "mirar"?
Procuré hacer caso omiso de su comentario. Incliné mi cabeza y tomé mi título del maletín. Estaba cuidadosamente introducido en su tubo protector. Cuando alcé la vista para entregárselo, noté que sonreía con las manos entrelazadas. En ese instante me di cuenta de que me había jugado una broma, así que volví a guardar el documento, sin dar muchas vueltas.
-Sólo tengo una duda – dijo, con seriedad - ¿por qué? – pronunció aquello lentamente, sin despegar su mirada de mí.
Lo más adecuado habría sido preguntar: "¿A qué se refiere?" pero yo sabía: ¿Por qué aceptar aislarme del mundo por un año? ¿Por qué alguien tan joven como yo? ¿Por qué la psicología? Podía acomodarme mejor en mi asiento y explicárselo con lujo de detalles, pero él había sido muy claro: necesitaba de alguien que viniera a ayudar, no a ser ayudado. Así que mentí, de forma sutil, la única forma en la que las mentiras se me dan bien.
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Las Crónicas de Lucero Amaral
Misteri / ThrillerSantiago Cardonay es un psicólogo clínico recién graduado, que al poco tiempo es extrañamente recomendado como médico residente a la Unidad Especial de la clínica psicológica Lucero Amaral, ubicada en las afueras de su ciudad. En un edificio antiguo...