PRÓLOGO

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Me levanté de la cama, exasperado, por segunda vez esa noche. Mi imaginación había vuelto a traicionarme. No había nada a mi alrededor, más allá del usual y monótono desorden de la habitación. La comida chatarra del día anterior seguía servida sobre la mesa de noche. Las pesadillas me abrumaba. Sabía que todo era producto de la emoción del día que se acercaba. O, como confirmaba mi reloj, indicando las dos treinta de la madrugada: el día que ya era.

Estaba claro que ya no debía preocuparme por los malos sueños, al fin y al cabo, me habitaron desde siempre. Era normal que, en ocasiones, se intensificaran, pero lo extraño de los más recientes, era que habían estado relacionados con mi infancia. Había podido verme a mí mismo, pequeño otra vez, en situaciones inverosímiles y fantásticas.

No me preocupé porque, como ahora, entonces, tampoco creía que los sueños tuvieran significado. Siempre he pensado que son sólo recreaciones mentales de experiencias ya vividas, que tergiversamos y retorcemos, hasta convertir en desvaríos.

Cuando, finalmente, acepté que no podía seguir durmiendo, aparté la suave manta azul y el frío recorrió mi cuerpo semidesnudo. Pasaba por uno de esos momentos en los que no quería otorgarle la razón a mi madre: "dormir en calzones te podría causar un peligroso resfriado". Me limité a cruzar los brazos para conseguir un poco de calor.

-Mi terquedad puede más – pensé y sonreí para mí mismo, celebrando mi hazaña.

Pero, apenas puse los pies sobre el helado suelo de madera, volví en busca de mi manta y me aferré a ella, como celebrando el reencuentro, después de una distancia de años.

Mientras caminaba, pensaba en lo mucho que extrañaría mi cuarto si me daban el empleo. Aunque seguía siendo oscuro y aburrido, al menos ya no lucía tan inhabitable como cuando era más joven, y seguía sirviéndome de refugio.

Me di la oportunidad de observar todo en detalle, una última vez, antes de salir. Paseé mis ojos por el grupo de libros que permanecían inmóviles, apilados sobre el escritorio. Luego, observé el clóset de madera, cerrado como si hubiera sido clausurado. Miré, por último, las sábanas azules de cuadros y el viejo afiche de Led Zeppelin colgado de la pared.

Deambulé, después, por el pasillo y mis pies volvieron a sentir la heladez. Al llegar al cuarto de mis padres, encontré, como siempre, la puerta cerrada.

Me afiancé del pasamanos y bajé con cuidado. Aún habiendo vivido por más de veinte años en la misma casa, no me salvaba de tropezar, siempre que me atacaba el sonambulismo.

Cuando alcancé el último escalón, crucé la sala y me dirigí a la cocina. Todo estaba oscuro, todavía en ese punto de mi vida, pensaba que algún ser monstruoso podía salir de detrás del sofá y acabar conmigo en cuestión de segundos. Lo pienso desde los cinco. Por eso, siempre que enciendo la luz, volteo sigilosamente para asegurarme de que no haya ninguna criatura al acecho.

A salvo ya de cualquier amenaza imaginaria, tomé mi vaso favorito del gabinete. Se suponía que debía estar limpio, pero esa noche le había tocado a papá lavar la vajilla, así que eran de esperarse algunos valientes residuos arraigados, sobreviviendo a los fallidos ataques acuáticos que seguramente había alcanzado a propiciar papá.

Terminé de lavar fervorosamente el vaso, y me serví leche. Observé la oscuridad de la sala por un rato. Allí, sobre ese silencio pacífico, sobre esa nocturnidad conocida, esparcí toda la nostalgia que me generaba tener que irme de casa. Fue en ese momento cuando me di cuenta de que estaba esforzándome demasiado por asegurar un puesto de trabajo que aún no era mío.

Caminé hasta el centro de la sala y repetí el acostumbrado procedimiento de analizar las fotografías viejas de la mesa principal. El primer portarretrato era de mi nacimiento. En la foto estaba papá, mucho más joven, sin canas, con unos ridículos pantalones ajustados y un pañuelo rojo abrazándole el cuello. Se le veía feliz. Papá nunca fue de sonreír mucho, por eso, esa clase de fotografías hacía que me preguntara si en realidad se trataba del mismo hombre con el que he convivido toda mi vida. 

Las Crónicas de Lucero AmaralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora