EPÍLOGO

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Me acerqué al lago, sumergí mis pies y sentí cómo el agua limpió todo dentro de mi ser. Las cardonas estaban a mi alrededor, en la orilla. Bailaban al compás que marcaba el lago.

Poco a poco, mis pies empezaron a quedar al descubierto, el agua se estaba retirando, empezó a recogerse colina abajo y todo lo que estaba bajo el lago, empezó a reaparecer. Pequeñas casitas de madera quedaron visibles nuevamente, estaban pintadas de colores vistosos.

Con mis pies descalzos, caminé, hasta que el agua las dejó completamente al descubierto. Vi que unos niños empezaron a corretear, su ropa era antigua, sus pieles oscuras.

Seguí a los niños, curioso. Un camino de tierra se abrió paso en medio de todas las casas, parecía un día agitado para sus habitantes. Una señora de cabello largo y negro, colgaba la ropa en su patio. Volteó a mirarme y me dedicó una sonrisa. Yo seguí caminando por el lugar. Un anciano, sentado en su mecedora, hizo lo mismo y cuando miré hacia adelante, estaba la catedral de Aguas Azules. El campanario sonó. Caminé fascinado hacia ella.

Pasé cerca de una casa muy hermosa y grande en comparación del resto. Tenía más personas alrededor. Todos me miraron y yo detuve el paso. Observé hacia la casa y una mujer salió de ella, era Lucero Amaral, me sonrió y se acercó a mí, me miró como quien mira a un hijo regresar de la guerra. Estuvo a punto de tocar mi rostro, pero no lo hizo, retiró su mano y sólo me sonrió. Iba a dar un paso para entrar a su casa, pero ella negó con la cabeza. No quiso que pasara, me extrañé.

Escuché un estruendoso ruido venir desde lejos, era una ola gigante que bajaba por la colina, la miré y ella siguió sonriendo. No me quise mover, estaba esperando que la ola me llevara.

Abrí los ojos de un golpe. Me dolía todo el cuerpo. Miré hacia los lados y estaba acostado en la camilla de una habitación, totalmente blanca, sin ventanas. Tenía una intravenosa. Estaba seguro de que no estaba en el instituto.

Mi pecho ardía, y algunas vendas me cubrían toda la parte cercana al hombro. Había nebulizadores a mi lado y medicinas. Me dispuse a sentarme, pero el dolor era increíble, así que no fue una buena idea.

Escuché un chirrido de metal apenas me moví, uno de mis brazos estaba esposado en la camilla y entonces supuse dónde estaba.

-¡Hola! ¿Hay alguien aquí?

No sé cuántas veces grité, sin obtener respuesta alguna. Media hora después, alguien abrió la puerta. Era una señora de mediana edad, traía un par de jeringas.

-¡Hola! - dije, sonriéndole.

-¡Hola! - contestó ella, cortés.

-Estoy detenido ¿Verdad? - pregunté, señalando las esposas.

La mujer asintió con la mirada y procedió a pasar el líquido por la intravenosa. Ardió un poco.

-¿Cómo te sientes? - me preguntó, amablemente.

-Terrible - contesté, sin ánimos, ella sólo sonrió.

Una vez que terminó de pasar los tratamientos, me dijo:

-Alguien vendrá a hablar contigo, pero no creo que en este momento, probablemente sea al final del día. Te traeré algo de almorzar pronto, debes estar hambriento.

Salió de la habitación y volvió al rato con mi comida. Me quitó las esposas para que pudiera comer y las colocó de vuelta, una vez que terminé de comer.

-Las personas que estaban conmigo ¿Usted sabe algo?

Sólo negó con la cabeza, apenada.

-Lo siento, no estoy autorizada, luego conversarán contigo - y se fue de la habitación.

Las Crónicas de Lucero AmaralDonde viven las historias. Descúbrelo ahora