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Aquella mañana fue despertada por tres pares de zapatos que entraron taconeando en la habitación.

Sus doncellas la despertaron apenas salió el sol, y para variar llevaba un sueño que hacía que se le cerraran los párpados cada que cepillaban su cabello para trenzarlo.

Le colocaron un vestido elegante y la perfumaron con esencia de vainilla. El collar, que no pensaba despegar de su pecho, combinaba bien con el color crema del vestido.

Se veía radiante, como si hubiera dormido toda la noche.

Ojalá hubiera sido así, pero la realidad era que estaba por bajar a desayunar por primera vez con su marido y después de que lo de anoche se agregara a su lista de vergüenzas, no tenía cara que mostrarle.

Él hombre debía de estar decepcionado de la esposa que le había tocado, y es que por extraña que fuera la situación, nadie se merece que la novia intente huir con otro a pocos días de la boda.

En realidad había sido todo un caballero al no declinar en el compromiso, y mucho menos pedir una prueba de castidad para asegurar la virtud de su prometida. Hablaba bien de él, y eso le daba ilusiones a Vanessa. Quizás no fuera tan mal marido, aun cuando ella no lo pudiera mirara con esos ojos.

Le sonrió al espejo antes de respirar profundo para llenarse de fuerzas, y cuando se sintió lista, salió al pasillo y recorriendo el mismo camino hecho en la madrugada, bajó las escaleras y anduvo hacía el gran comedor, siguiendo las indicaciones que anteriormente le habían dado las doncellas.

La casa era enorme. Gigante. Y si esa era tan solo su residencia en Londres no quería ni imaginar el tamaño y la elegancia que tendría la casa de Italia.

Caminó por los pasillos admirando el papel tapiz y los cuadros. ¿De qué sería la empresa del hombre, que podía costearse todos aquellos privilegios? Y es que, ni siquiera la casa de su padre, el marqués, tenía aquel tamaño.

Un guardia en la puerta del salón le dio los buenos días mientras ella se deslumbraba con el largo que tenía la mesa del comedor. En una equina, con el periódico en la mano y una gran taza de café a su derecha, estaba Gabriel.

Se acercó a él con paso lento, delineando la forma en la que su cabello aun mojado había sido peinado con cuidado. Cada que se acercaba a él podía degustar con más intensidad su olor a hombre. Era parecido a la menta, solo que más suave. Se sentía bien en el paladar.

-Buenos días, señor.

Dijo ella, cuando el mismo sirviente que le dio la bienvenida se acercó para correrle la silla.
Le agradeció con un gesto y tomó asiento mientras degustaba con la mirada todos los manjares que había en la mesa.

-Buenos días-respondió Gabriel sin apartar la mirada del periódico-. La caja roja es tuya.

Aquello la tomó por sorpresa.

-¿La caja roja?-preguntó Vanessa, algo incrédula, mientras fruncía el ceño.

-Junto al jugo.

Y entonces la vio.

Una sensación algo extraña le recorrió el cuerpo cuando encontró con los ojos una pequeña cajita de terciopelo rojo. Dudosa y algo temerosa acercó su mano para agarrarla. Le hizo cosquillas en los dedos.

¿Debía de abrirla?

Volteó hacía él buscando una respuesta pero seguía sin verla, aun con el rostro detrás de las noticias.

Tomó un respiro profundo y después, lentamente levantó la tapa, encontrándose con una sortija plateada que jugaba con el diseño para imitar un rosa. Era brillosa y exquisita. Parecía hecha completamente a mano. Dios, sus ojos no habían acariciado antes nada igual.

El Pecado De Una Dama |La Debilidad De Un Caballero IV|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora