Epílogo

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El viento arrastraba perezosamente hojas de tonos cálidos, que hacían juego con los alegres rayos de sol que caían del cielo. Una mujer con la cabellera rubia y un elegante vestido blanco pasó con cuidado sus ojos, escépticos y vidriosos, por la tumba de una chica de catorce años. Su nombre era Jean Reese, y había presenciado con amargura los últimos momentos de vida de una muchacha que había querido, y no dejaba de querer. Se arrodilló con delicadeza y pasó sus dedos por la lápida que tenía enfrente.

—Thalia T. Robbins —leyó con un susurro—. 11 de Enero del 2000, 23 de Noviembre del 2014.

Sonrió con tristeza, y por su mente vagaron un par de ojos castaños que no volvería a ver jamás.

Moriré pronto había dicho Thalia, moriré mañana o el día que le sigue.

Jean limpió una lágrima de su mejilla. No había querido creérlo, pero sí que le había dado importancia a esa declaración. Había organizado su funeral, lista para que esa misma mañana la chica muriera, pero no lo había esperado de verdad, y mucho menos lo había querido así.

Cuando muera, tu vas a estar cerca. Por favor, no llores en ese momento, observa mi cuerpo inerte y mi cálida sonrisa, cierra los ojos y cuenta hasta siete; entonces llama a alguien para que me recoja y entrégale el cuarto al que lo esté esperando.

Así lo había hecho. Cada palabra.

Quiero que asistas a mi funeral, aunque sería mejor si tú prepararas mi funeral. Debe ser antes de que el mes termine, un día primo de un mes primo. Vístete de blanco ese día, y susúrrale a mi tumba qué fue lo que dejó de funcionar primero.

—Fue tu corazón —dijo con voz rota, y con los ojos cerrados.

Y por favor, no permitas que llueva. En el momento en el que puedas, llora, pero no por más tiempo del que mi memoria merezca.

Las lágrimas corrían con libertad por su rostro, y ella no hizo nada por detenerlas.

Pon rosas azules en mi tumba, y una rosa negra un poco separada de ellas.

Jean pasó una mano con delicadeza por los pétalos de las flores, tomó en sus manos la rosa negra que estaba justo en la mitad del ramo, y la colocó a un lado de la lápida.

Para que una chica llamada Gabriela pueda recogerla y devolverla a su sitio.

Se puso de pie, secó sus lágrimas con un pañuelo y miró el claro azul del cielo que se extendía sobre ella. Era otoño, pero nunca en su vida había visto un día más hermoso, ni un día más soleado. Thalia hubiera amado verlo.

Sacudió su cabeza, como si quisiera ahuyentar cualquier recuerdo doloroso. Giró su cabeza, apenas lo suficiente para ver cómo se acercaba una chica pelirroja al lugar en el que estaba. Su cabello apenas le rozaba los hombros, y usaba un vestido negro un poco más arriba de sus rodillas.

—Gabriela —susurró Jean, casi con horror.

Sus ojos se agrandaron en la dirección de la chica, y expresaron lo incrédula que se sentía sin ningún disimulo. La muchacha no pareció escucharla, ni advertir su expresión, pero siguió acercándose como si aquella tumba fuera su único destino.

—Ese es mi nombre —dijo despreocupada, y dirigió su vista a las rosas—. Peculiares. Son bastante lindas.

Pasó sus ojos con cuidado por cada una de las rosas azules, se detuvo cuando vio la negra, y la recogió del suelo. Sus ojos la examinaron con mucho cuidado, antes de que sus dedos la dejaran juntos a las demás flores.

—Así se ve mejor —dijo con una sonrisa.

Jean no podía creer lo que veía. No había esperado que las palabras de Thalia fueran tan literales, y no había ninguna forma de que se hubiera cumplido. Su voz resonó de nuevo en su cabeza, como recordándole que no había terminado con su deber.

Cuatro ParedesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora