•Capítulo 18: Miedo•

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•NATE•

La presión en mi pecho aumentaba con cada pequeño intento que hacía para respirar. Me dolía la cabeza y me sentía débil, angustiado, enfadado, estresado... Roto. Una parte de mí se preguntaba que por qué demonios me sentía así, que debería estar contento porque esta semana me había sucedido algo hermoso. La otra parte parecía conocer con exactitud la razón de mi actuar, porque desde aquella conversación no me sentía bien, no estaba bien.

Papá.

Desde el día en que se fue, no volví a dirigirle la palabra y tampoco me esforcé por ponerme en contacto con él. A pesar de haberle prometido a Lane que lo llamaría, aún no me sentía del todo preparado para enfrentarlo. ¿Para qué? ¿Y si vuelve a explotar? ¿Y si nuevamente toda la mierda recae en mí?

Quería hablar con alguien y ese alguien no era mamá, ni tía Helen, ni uno de mis hermanos, ni siquiera Lane... Ese alguien era Steve. Aquel chico amante de las gorras al que consideraba mi mejor amigo era de las personas que mejor me conocía, era como otro hermano para mí y yo nuevamente la había cagado, porque lo único que había estado haciendo desde que lo eché de casa ese día era ignorarlo, y dudaba que quisiera hablarme. Ahora yo no estaba enfadado con él, él de seguro lo estaba conmigo.

También sabía muy bien que debía hablar con mamá acerca del último episodio de enojo que experimenté. No me encontraba bien y, aunque doliera aceptarlo, debía ir por ayuda.

Necesito volver a mis citas con el psicólogo otra vez.

Necesito retomar mis medicamentos.

Necesito ayuda.

No me siento bien.

Las gotitas de lluvia deslizándose por la ventana y el sonido que ocasionaban al caer me hicieron cerrar los ojos, odiaba la lluvia y aún más aquel molesto ruido que provocaba. Me aferré a las mantas con fuerza y abracé a mi almohada, deseando en mi interior que en realidad aquella fuese una persona en específico.

A este punto, ya no tenía idea de qué carajos debía hacer. Dormir no servía y estar despierto mucho menos. Por las noches, cuando intentaba dormir, la idea de qué sería de mí y lo que haría con mi futuro me atormentaba... Era desesperante no poder encontrar aquella fuente de ánimo y felicidad para seguir adelante todos los días. Porque, aunque sí tuviera a alguien que me alegrara la existencia, sabía que pronto se iría y aferrarme a ella no serviría de nada.

Mierda, ¿es para esto que nací?

¿Qué sentido tenía? En casi un mes más entraría a la universidad y estudiaría algo que no me gusta, estaré años y años especializándome para algo que no quiero. Luego, cuando por fin esté graduado, trabajaré toda mi vida en algo que no me hace feliz y finalmente terminaré muriendo.

Solo, gruñón e infeliz.

De sólo pensar en ello la intranquilidad me consumía y me sentía muy ansioso. Los días se me hacían eternos y el tener que sonreír para no preocupar a mi familia me ponía enfermo, ¿y las noches? Las noches eran lo peor... Los pensamientos que llegan a estas horas son una completa mierda que me quitan el sueño y, por más que lo intente, no puedo dormir.

Bien, ya no puedo más.

En silencio y procurando no hacer ruido, me puse de pie y tomé una de mis mantas, envolviéndome con esta para protegerme un poco del frío. Gruñí molesto cuando oí aquel desagradable ruido provocado por la lluvia intensificarse cada vez más y salí descalzo de la habitación, dirigiéndome a la de aquella pecosa que tanto necesitaba.

Cuando estuve frente a su puerta, observé a los alrededores, asegurándome de que no hubiese nadie merodeando por los pasillos. En un movimiento rápido me adentré a la habitación y un inevitable suspiro escapó de mis labios apenas crucé el dintel y logré cerrar la puerta detrás de mí, asegurándola con el pestillo.

Un Dulce InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora