•Capítulo 30: Esperanza•

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Siete días para el final de las vacaciones

Durante muchísimos años y desde que tengo uso de razón, dibujar ha sido una de las mejores terapias que me he implantado a mí misma. No sólo me divertía y amaba hacerlo, sino que también me despejaba, dejaba mi creatividad fluir y me expresaba con total libertad, plasmando en cada pequeño pedazo de papel mis sentimientos, pensamientos, conocimientos y experiencias.

Dibujaba, lo hacía todos los días. Utilizaba cada material que tuviese a mi alcance sin importar su valor económico. Experimentaba con diferentes lápices, pinturas, telas, pinceles, lienzos y papeles, e, inconscientemente, creaba arte con mis manos. Dibujar me facilitó el poder expresar mis emociones, me ayudó a conocerme mejor... me quitó el miedo, porque no existía ninguna regla ni instructivo que tuviese que seguir para poder encajar y cumplir a la perfección con lo que se imponía, porque sólo debía dejarme llevar hasta llegar a un resultado que a mí me gustase y me hiciera sentir algo.

Y me gustaba sentir, me gustaba la sensación que recorría mi cuerpo cuando hacía algo que amaba, era maravilloso. Y si podía llevar ese sentir a un dibujo y dejar mi marca allí, transmitiendo exactamente lo que quería transmitir, era muchísimo más maravilloso.

Moví el lápiz poco a poco, trazando cada mínimo detalle con delicadeza. Decidí continuar con el cabello, soltando líneas desprolijas y desordenadas, tal como él solía llevarlo siempre. Cuando terminé, seguí con esos ojos encantadores que a mí tanto me gustaban, encargándome de colocar aquel brillo tan característico que desprendían los suyos.

Observé una vez más la fotografía que tenía como referencia en mi teléfono y entrecerré los ojos, tratando de capturar la mayor cantidad de detalles posibles para luego continuar. Ladeé la cabeza, analizando curiosa lo que dibujaba. Las proporciones eran correctas. Borré poco a poco las pequeñas líneas imaginarias que tenía como guía, prestando atención a la posición de los ojos, la nariz y la boca. Sin duda alguna los ojos eran mi parte favorita a la hora de dibujar, aunque en esta ocasión me fue imposible no sentirme atraída hacia los labios, aunque sólo fuesen a lápiz. La forma tan bonita de su boca me hizo sonreír con nostalgia, extrañaba sus besos. Proseguí con zonas más pequeñas, detallando los lagrimales, las orejas, pestañas, comisuras y pliegues de los labios.

—¿Ese es Nate?

Levanté la mirada al oír una voz femenina hablarme y asentí silenciosa al verla, volviendo a lo mío. Camille tomó asiento junto a mí y se inclinó para observar lo que hacía, lo que debo admitir, me hizo sentir un poco incómoda.

—Wow... Dibujas increíble —comentó ella—. Tienes un gran talento.

Detuve los movimientos que hacía con el lápiz, posando mis ojos en la chica.

—Muchas gracias —respondí.

Me encontraba en la sala de espera del hospital. Camille, mamá y tía Rosie también se encontraban aquí. El lugar hoy, muy extrañamente, se encontraba casi vacío, lo que fue una enorme ventaja al momento de querer concentrarme para comenzar a dibujar.

Jake había partido a la ciudad ayer por la noche, fue... difícil. Ver a mi mejor amigo irse sabiendo que quizá no nos volveríamos a ver en meses y pretender que todo estaba bien fue de las cosas más complejas que he hecho en toda mi vida. No lloré, pero creía muy fielmente que era porque ya había llorado durante varios días y no me quedaban fuerzas ni ganas para hacerlo.

Steve se ofreció a quedarse en casa de los Hederson para hacerle compañía a Leo, Lizzy, Thomas y Brad, un gesto que tía Rosie recibió muy agradecida.

Las vacaciones ya estaban finalizando y el temor de no poder despedirme de Nate me estaba consumiendo de una manera torturantemente lenta. No quería tener que marcharme sola a la universidad, era un sueño tanto para él como para mí, y no estaba segura de poder enfrentarlo sola en una circunstancia como esta.

Un Dulce InviernoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora