2. La kiniana

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Cubría mi cabeza con una manta, me movía entre la oscuridad de la noche, en el jardín de una pequeña iglesia en San Cosme

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Cubría mi cabeza con una manta, me movía entre la oscuridad de la noche, en el jardín de una pequeña iglesia en San Cosme. Las sombras no eran un impedimento, esa aura que emanaba de mi ser, aparentemente invisible para cualquier otra persona humana, era como un faro que me acompañaba. Ya me había acostumbrado al destello, no era algo que me disgustara, aunque seguía teniendo una gran duda al respecto. Todas las auras que había visto eran exclusivamente doradas, mientras que la mía despedía un apenas perceptible, pero armonioso, color azul.

Salté la barda que separaba la iglesia de la construcción de junto. Trepé al primer piso utilizando las tuberías que bajaban por el muro. Agazapada, corrí hasta la siguiente estructura. Tomé vuelo y salté hasta colgarme de la marquesina perteneciente al viejo teatro abandonado. La fuerza de mis brazos fue más que suficiente para elevarme a la parte superior. Pisé con firmeza, detrás de las letras gigantes que algún día nombraron a uno de los colosos más importantes de la ciudad «Cine Opera». Ese era mi escondite, mi nuevo hogar, si es que podía llamarlo así.

Entré por la puerta derribada, junto a las dos estatuas que adornaban la enorme fachada. Una de ellas representaba a la comedia, la otra la tragedia. A pesar de que el lugar estaba cerrado al público desde hace años, había utilizado esa inexplicable fuerza sobrehumana que poseía para abrirme camino hacia el interior.

Desde la parte alta del atrio principal, por encima de las viejas taquillas de granito, me moví a través de los sombríos y tétricos pasajes de la antigua construcción, entre muros resquebrajados y mampostería desgastada. Me dirigía a lo más alto, a la sala en la cual dormía, elegida por tener vista directa a la gigantesca cámara central, en donde se encontraba el escenario. Lo que alguna vez había sido una joya arquitectónica, con pilares y escaleras de mármol, ahora era una maravilla que apenas podía mantenerse en pie.

Apenas ingresé a la sala de proyectores, mi destino, una luz se apagó en el fondo cercano. Fruncí el ceño, pero no me detuve. Seguí avanzando. El eco de mis pasos salió por las ventanillas y se esparció hacia la lejanía, regresando a mí en forma de un suave coro tintineante. No estaba sola.

La sala era pequeña, con dos grandes proyectores empotrados al suelo, que apuntaban al escenario, en dónde hace años había estado una gran pantalla de cine. Caminé despacio, esquivando la maquinaria inservible, tan grande como mi estatura misma. Escuchaba ruidos, una respiración además de la mía.

Extendí la mano al frente, para detectar cualquier presencia que escapase de mi luz, sin embargo, cuando estaba próxima a tocar pared, algo me quitó la manta que vestía, por la espalda.

—¡Te atrapé! ¡Aah!

Una voz infantil quedó silenciada por un grito. Había soltado lo que traía entre manos para capturar a mi atacante. Mis músculos estaban tensos, lo sostenía, levantándolo en el aire.

Esclava de la Realidad 2: Mundo EnergéticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora