8. Niebla Etérea

92 17 1
                                    


Una bailarina, una billetera y un guantelete negro

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Una bailarina, una billetera y un guantelete negro. Era todo lo que me quedaba de la vida que alguna vez tuve, los llevaba siempre conmigo. Una amiga, padre y hermano, ¿de mi madre? Sólo la enfermedad que había causado todo esto. Ahora todos estaban muertos.

Papá siempre me protegió de este mundo, un mundo que temió —con gran razón— cada día de su vida. Aún recuerdo la primera vez que mi hermano despertó el vampirismo. En ese entonces yo tenía diez años, él diecisiete. Recuerdo verlo entre las sombras de la habitación. Su rostro estaba pálido, iluminado por los rayos de la tormenta, cubierto de sangre. Kein siempre había sido mi ejemplo a seguir, un modelo de hermano e hijo, pero ese día, era alguien más... alguien que despedía horror a través de su mirada. Ese momento, estaba próximo a llegar para mí.

Entre los vampiros, algunos desarrollan dotes singulares. Esos dotes son heredados únicamente entre lazos familiares. El mío, uno muy raro, estaba en peligro de perderse después de la muerte de mi madre y hermano. Entendía que El Supremo no quería perder mi linaje.

La razón por la cual el Amo Velasco se empeñaba en obligarme a manifestar mi enfermedad, el poder vampírico característico de mi familia. Después de lo que ocurrió con Katziri, al final logré despertar mi poder energético, pero no la enfermedad que debía haber sido heredada por mi madre, y eso le causaba una gran frustración que descargaba sobre mí en forma de ira. No sólo tenía que aprender modales ancestrales para tener la gracia de conocer al vampiro más antiguo, sino que también tenía que mantener la herencia familiar viva. Algo que era mucho más difícil considerando que mis captores habían provocado la muerte de todas las personas que amaba.

Sea como sea, ahora me había vuelto parte del comedor. Ya no había cadenas que me ataran a una habitación, y Rica estaba encantada por no tener que supervisarme. Ahora pasaba más tiempo con Sullivan, mi maestro de Artes Vampíricas, quien era el encargado de ayudarme a expresar la enfermedad por vez primera; el único, de entre todos, con quien sentía verdadera confianza.

Entre mis entrenamientos y las enseñanzas de coctelería, mi vida pasaba frente a mí como una película de horror. Alejaba los malos pensamientos de mi mente para tratar de mantener la serenidad. Había aprendido que, mantenerme tranquilo, me ayudaba a abrir la mente y ver más allá de lo que esos monstruos querían de mí.

Un gran suspiro me ayudó a dejar el pasado atrás. A decir verdad, aún tenía un presente que me daba ánimos para continuar, una meta, una... penitencia. En el mundo tétrico al que había llegado había más almas en pena de las que podría imaginar, todas ellas sufriendo más que yo. Al escuchar sus lamentos por las noches, no podía evitar pensar en Katziri, quien debió haber pasado por el mismo infierno. Si tan sólo hubiese sabido en aquel entonces, que alguno de esos lamentos le pertenecía, le habría evitado todo ese sufrimiento desde el principio. Esa idea me atormentaba, recordar el cuchillo clavándose en su corazón, después de que había sufrido tanto, no era un alivio, sino una culpa que me perseguía.

Esclava de la Realidad 2: Mundo EnergéticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora