-Cap.vi-

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El final del verano llegó más rápido de lo que habría querido.

Estaba deseando volver a Hogwarts, volver a ver a Parvati y a Lavender (unas chicas de mi curso algo chillonas y superficiales, pero muy amables, con las que este verano me he escrito bastante, y son muy buenas amigas mías), hacer bromas, volver a ver a Minnie para ponerle los pelos de punta, todas las aventuras que había en Hogwarts y sobre todo volver a esa sala tan extraña del séptimo piso.

Pero por otro lado, el mes que había pasado en La Madriguera había sido genial, había hecho un montón de bromas con los gemelos y hablado de lo que queríamos hacer en un futuro, algo relacionado con las bromas, me había reído con Ron y Harry, y habíamos jugado un montón al quidditch. Hable hasta tarde casi todas las noches con Ginny, sobre mis hermanos, el problema de Aryeh (con el que seguía enfadada) y también de todo y nada a la vez.

No quería reconocerlo, pero en el fondo no quería ir a Hogwarts, porque eso implicaría tener que montarme en el tren y cumplir mi promesa de contarle todo a los chicos. Y eso me aterrorizaba.

La última noche, tía Molly hizo aparecer, por medio de un conjuro, una cena suntuosa que incluía todos los manjares favoritos de Harry y míos, (lo considere como una manera de animarme), que terminó con un suculento pudín de melaza. Fred, George y yo terminamos la noche con una exhibición de las bengalas del doctor Filibuster mezcladas con figuras de fuego que cree, y llenaron la cocina con chispas azules y rojas que rebotaban del techo a las paredes durante al menos media hora.

Después de esto, llegó el momento de tomar una última taza de chocolate caliente e ir a la cama. A la mañana siguiente, nos llevó mucho rato ponernos en marcha.

Me levantaron los gemelos a medio vestir, echándome un cubo de agua fría, haciendo que los corretee por toda la casa, ganándonos unos gritos de tía Molly que estaba diciendo que aún quedaba mucho por preparar.

Tía Molly, de mal humor, iba de aquí para allá como una exhalación, buscando tan pronto unos calcetines como una pluma. Algunos chocaban en las escaleras, sosteniendo en la mano un trozo de tostada, y tío Arthur, al llevar el baúl de Ginny al coche a través del patio, casi se rompe el cuello cuando tropezó con una gallina despistada.

A Harry no le entraba en la cabeza que ocho personas, seis baúles grandes, dos lechuzas y una rata pudieran caber en un pequeño Ford Anglia. Claro que no había contado con las prestaciones especiales que le habíamos añadido tío Arthur y yo (como no podía hacer magia le daba ideas y él les daba forma en el coche azul).

—No le digas a Molly ni media palabra —susurró a Harry al abrir el maletero y enseñarle cómo lo había ensanchado mágicamente para que pudieran caber los baúles con toda facilidad.

Cuando por fin estuvimos todos en el coche, tía Molly echó un vistazo al asiento trasero, en el que Harry, Ron, Fred, George y yo estábamos confortablemente sentados, unos al lado de otros, y dijo:

—Los muggles saben más de lo que parece, ¿verdad?

Ella, Percy y Ginny iban en el asiento delantero, que había sido alargado hasta tal punto que parecía un banco del parque.

—Quiero decir que desde fuera uno nunca diría que el coche es tan espacioso, ¿verdad?

Tío Weasley arrancó el coche y salieron del patio.

Apenas me había dado tiempo a como hablar con los chicos o a ponerme nerviosa, cuando tuvimos que dar la vuelta, porque a George se le había olvidado su caja de bengalas del doctor Filibuster. Cinco minutos después, el coche tuvo que detenerse en el corral para que Fred pudiera entrar a coger su escoba. Y cuando ya estábamos en la autopista, Ginny gritó que se había olvidado su diario y tuvieron que retroceder otra vez. Cuando Ginny subió al coche, después de recoger el diario, llevábamos muchísimo retraso y los ánimos estaban alterados.

Jaeleen Reegan y la Cámara de los SecretosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora