Libro primero - I. El Criollo

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CÁDIZ — 1808

Un efectivo entró en el despacho, traía un sobre en su mano. San Martín examinó al hombre: otro soldado enfermo, con un trapo que le cubría la nariz y la boca, alegoría lastimosa de la guarnición de Cádiz. Los cordones sanitarios alrededor de la ciudad, con todas sus estacas y puntos de barraca para impedir el libre paso de las personas sin antes ser inspeccionadas; las boletas de sanidad... todas habían sido medidas ilustradas y muy acertadas, pensaba San Martín. "Si no te matan los sables o las balas, te mata la fiebre", pensaba, en relación a la epidemia de Fiebre del Vapor que habían traído los granaderos franceses y su nuevo y ponzoñoso armamento. El azote de esta nueva enfermedad era descorazonador; y ponía en evidencia el corolario más amargo de la guerra. "La guerra se hacía con puños, y luego se hizo con garrotes, y luego con espadas, con cañones, con pistolas; y ahora también se hace con las 'maravillas' del vapor letal... ¿quién sabe con qué se harán en el futuro?", pensó San Martín con angustia. Miró al soldado; el trapo ocultaba la negrura que sin dudas tapizaba los orificios nasales y que había horadado como un gusano invisible e implacable la dentadura del pobre efectivo. Miró su propia mano; él podía estar a salvo de la Fiebre del Vapor, pero su mano no había podido eludir las consecuencias de la escaramuza: la luz pálida que se filtraba por la ventana le hacía brillar el dedo índice y el del medio, ambos de metal, y toda la intrincada ingeniería que los hacía útiles. Pensó: "La ciencia es un crío que mama del pecho de la guerra".

El soldado carraspeó, incómodo. San Martín hizo un gesto para que se acerque. Los gestos de San Martín eran iguales a los de cualquier hombre; pero hechos por él, un hombre reservado, hermético, enigmático, adquirían un tono más imperativo; exigían cumplir las cosas, aunque no estuvieran cargados de arrogancia o explícita orden. El soldado le entregó el sobre y se retiró.

El mensaje tenía pocas líneas, pero alcanzaron para imbuirlo de intriga y también de curiosidad. El Gobernador lo invitaba a una cena y le pedía que lleve su medalla de oro de Bailén. No pudo contener las ganas de asomarse a la ventana y tratar de ubicar al soldado que le había traído el mensaje, como para ver si se le había pasado algo; como si, por juzgarlo una cosa de rutina, la entrega de ese mensaje había tenido algo más que él no había observado.

Llegó la noche. El bamboleo del vehículo en el que viajaba San Martín le acercaba reflexiones, interrumpidas por imágenes de la ciudad. En los rincones que huían de la luz, lo sabía, se urdían complots y acusaciones falsas. Si alguien giraba la cabeza para mirar el carruaje, San Martín imaginaba miradas desaprobatorias; no contra él, uno de los tantos héroes de Andalucía, sino contra el Gobernador, su estimado Francisco María Solano Ortiz de Rozas. Pero, aun así, algunas de esas miradas cargadas de sospechas de traición podían estar dirigidas a él, San Martín, por ser limítrofe a la persona del gobernador. Pero él sabía que su bravura estaba probada; y su lealtad al Reino de España había sido puesta a prueba ya varias veces, desde los once años, luego a los quince y así. Nadie sabía ni tenía que saber sus verdaderas inquietudes, por supuesto; y llegado el momento tendría que poner a prueba sus otras lealtades; pero de ahí a insinuar una alianza o lealtad al asqueroso Imperio Francés, eso jamás. Incluso estaría dispuesto a pelear aliado a cualquier mariscal inglés que Jorge III le ponga enfrente si eso significaba cortar de raíz a Napoleón Bonaparte.

Algo fuerte impactó contra el carruaje. San Martín se sobresaltó. Escuchó a los efectivos bajar y echar a la carrera. Asomó la cabeza y vio unas siluetas perderse bajo las sombras de un árbol inmenso que estaba sobre la vereda de enfrente. Bajó del carruaje. En el suelo estaba la piedra que había impactado contra la puerta, una piedra pintada con los colores de Francia.

—Diles que vuelvan —le dijo con voz calma a un soldado que estaba a su lado.

Subió al carruaje, a esperar a que sus soldados regresaran.

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