Libro II - Prólogo: El Doctor y el prisionero

18 0 0
                                    


La llegada de El Doctor a Francia coincidió misteriosamente con la apertura de un centro de investigación en Suvigny. Secreto, enigmático. Estaba escondido, lejos, en una zona escarpada, sus lindes alambrados y plagados de carteles de "Zona militar. Manténgase alejado." Ocasionalmente llegaban transportes a vapor, cargados con prisioneros. Ingresaban en el centro y salían vacíos. Había hombres que cavaban fosas al costado del centro. Otros, entraban en una estructura cercana, de hormigón, con torres altas, supervisando carromatos autónomos a vapor, cargados con cuerpos tapados con lonas. Los carromatos alimentaban la estructura, refulgente en sus entrañas con luminosidades anaranjadas y cuyas torres escupían humo oscuro.

Dentro del centro, la cotidianeidad consistía en un grupo de prisioneros que esperaba en una oscura cámara verdigrisácea, cerrada con puerta de hierro, casi en penumbras excepto por la vibrante luz blanca de un extraño aparato metálico, con forma de tubo. La mayoría mantenía sus cabezas gachas, las manos entre las rodillas y murmuraban o rezaban. Algunos miraban, aterrados, un pequeño vidrio oval y enrejado que estaba cerca del techo, arriba de una puerta doble, como de hospital. El vidrio, de cuando en cuando, gritaba fulgores intermitentes y turquesas, visibles por un vapor poco espeso que flotaba en el aire de toda la cámara. Muy lejanos, esporádicos alaridos y estruendos graves inquietaban la atmósfera de espera y ansiedad. En algún momento, se oía un silbido despreocupado y de una tonada alegre, que aterraba a los prisioneros, y luego las puertas se abrían y aparecía El Doctor, escoltado por dos soldados de oscuro uniforme azulado y botas negras brillantes, que estaban a los costados, como si fueran alas que salían de él. La cara de El Doctor estaba oculta en una máscara de gas aparatosa, que escupía pequeñas nubes de gas y hacía un ruido chirriante. Luego El Doctor caminaba delante de los prisioneros, frotándose los dedos de una de sus manos enguantadas, como si tuviera grasa en el pulgar, el índice y el mayor. La mano eventualmente se levantaba, señalando con el índice algún prisionero. Si se daba la situación de haber uno con labio leporino o con el mentón hendido, entonces El Doctor se mostraba particularmente complacido; a veces incluso tocaba con uno de sus dedos la peculiaridad, como si apreciara la vid magnífica de algún viñedo. Los soldados tomaban al prisionero elegido y atravesaban la puerta doble. A veces tenían que llevarlo a la rastra; otras, el prisionero se desmayaba del terror o se meaba encima.

No siempre El Doctor realizaba estas selecciones. D'Ville y Gouson eran los otros dos médicos que también cumplían la tarea. Pero no con la satisfacción de El Doctor. Estos médicos no soportaban los procesos de elección. Tomaban calmantes o inventaban urgencias repentinas para evitar el trabajo. Gouson fumaba un cigarrillo tras otro. D'Ville, eventualmente, tenía que salir para sacarse la máscara y recuperar el aliento. El Doctor, por el contrario, nunca parecía perturbado; más bien todo lo contrario. Se aparecía bien dispuesto, silbando alguna melodía conocida, que a veces bastaba para aterrar o provocar el desmayo en algún prisionero.

Atravesada la puerta doble del centro de investigación, El Doctor y los soldados arrastraban al prisionero por un pasillo largo, con habitaciones a los costados, cerradas con puertas de hierro. Llegaban hasta otra puerta, custodiada por otros dos hombres, que sólo El Doctor podía atravesar. Uno de los custodios lo ayudaba con el prisionero y continuaban por otro pasillo corto que terminaba en una puerta azulada. El laboratorio detrás de esa puerta era el destino final del prisionero.

Dentro del laboratorio, nadie sabía lo que ocurría; pero los ruidos graves metálicos y los alaridos que salían de allí inquietaban a los custodios.

Una mañana hubo especial ajetreo en el Centro de Investigación. Llegó un transporte a vapor, del Hospital General Voltaire, custodiado por varios soldados. Los custodios que vigilaban la entrada del Centro cruzaron miradas. Solían llegar transportes del hospital, pero nunca había venido una ambulancia. Esto se trataba de otra cosa, los custodios podían olerlo. El transporte se detuvo un breve momento... y entró al centro, sin mayores dificultades.

UcrónicasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora