X. Grigor (II)

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"Un disparo certero y la guerra habrá terminado", pensó, Vasili, mientras seguía el movimiento de las tropas.

El río Niemen fue perturbado por un ordenado caos de caballos, infantería francesa y altos carromatos: el Grand Armée —cientos de miles de soldados—, estaba invadiendo su país. A través de varios puentes construidos en los poblados de Aleksotas, largas filas de hombres y cañones penetraban Rusia. El tratado de paz que se había firmado en Tilsit ya estaba acabado. Era un 30 de junio de 1809 cuando Napoleón dio la orden que quebró definitivamente la alianza entre las dos potencias más grandes del mundo.

Vasili estaba acostado en el suelo, mirando a través de La Araña. Hacía calor y de a ratos estaba nublado. Se incorporó, guardó la mira telescópica. Imaginó las tiendas de campaña que pronto irían a ser puestas, como gigantes copos de nieve, plagando el suelo ruso. Saltó un pozo, montó su caballo y se alejó al galope. "En cuanto tengas un tiro seguro, borra a Napoleón Bonaparte de este mundo". Esa había sido la orden de Alejandro Pávlovich Románov. Del Zar y de la Duquesa Guillermina von Sagan. "No puede fallar, Vasili", le había rogado Guillermina. Los oscuros bucles de la princesa y la mirada enloquecida ante la sola mención de Napoleón eran vívidos recuerdos que acompañaban a Vasili. El fuego iracundo de los ojos de Guillermina, a la vez lo perturbaban y lo atraían.

—¡Vamos, Nagant! —le gritó al caballo.

Vasili se alejó cuesta arriba.


El eco de las botas del Michel Ney cundió en el campamento; Le Rougeaud, como le decían algunos, cruzó la entrada improvisada con tablones para encontrarse con el emperador. Tenía los pelos revueltos y rojizos, uniforme negro con una banda roja, ojos redondos y tristes.

—¿Qué noticias trae, mariscal? —preguntó una voz grave y terrosa, que provino de lejos.

Michel Ney corrió las lonas y entró en la tienda. Lo hechizó el aroma a huevos fritos y vio cerca de la mesa manzanas cortadas, frutos secos, miel y granos de avena en remojo.

—Los caminos son un desastre —contestó Ney. Tomó una jofaina de agua fresca y llenó un vaso con ella—. Será dura la marcha.

Le llegaron rumores de agua desde otra parte de la tienda; pero unas lonas que separaban el ambiente no permitían ver mucho más. Vio un montón de pequeños pescados empanados con harina que había en un plato. Tomó uno de ellos, lo olfateó y lo devoró de un bocado.

—¿Piensa que habrá resistencia? —preguntó la voz grave.

—Me sorprendería —contestó Michel Ney.

—¡Pero lo alegraría también! —replicó la voz.

Corrieron la lona. Napoleón Bonaparte apareció ante los ojos de Michel Ney. Tenía la cara un poco enrojecida, el vientre abultado, la calvicie inminente, baja estatura. El emperador no se parecía en nada a su voz.

—Para esta noche —dijo Napoleón, resignado—, el zar estará lejos de nuestro alcance.

Se acercó a Michel Ney. Sirvió un poco de licor en dos vasos y ofreció uno a su Mariscal. Ney negó el ofrecimiento mostrando la palma.

—Hace mucho calor para licor, ¿verdad? —dijo Napoleón.

Ney asintió.

—De Tolly quiere pelear —dijo Ney— si sólo pudiéramos obligarlo...

—Quiere, pero sabe que no debe —dijo Napoleón—. Y su mente es dos veces más resuelta que su corazón.

De Tolly, el Comandante en Jefe del ejército ruso, era cauteloso. Impopular entre sus pares, pero un muy buen comandante. Ney se quedó esperando una orden. Napoleón se acercó a la mesa. Sacó una pequeña cuchara de arriba de un mapa de la región.

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