XII

93 12 1
                                    

La atmósfera dentro del autobús podía considerarse normal; algunos chicos hablaban, otros dormían y otros solo se quedaban en silencio mirando por la ventana. Era similar a la de un paseo escolar.

Sin embargo, aproximadamente cuatro de ellos estaban intranquilos y llenos de incertidumbre; y de esos cuatro, uno se encontraba al borde de la desesperación. Sentía impotencia al ver a su semejante con temor y angustia y no poder hacer nada para ayudarle. Carecía de la capacidad de contarle todo lo que sabía a sus dos amigos puesto a que no estaban sentados lo suficientemente cerca de él, y tenía la obligación de quedarse tranquilo en su asiento sin intentar hacer algo para salvarlos a todos si quería evitar ser golpeado o, en el peor de los casos, asesinado.

Claus necesitaba vivir, debía hacerlo por Lucas. No iba a dejar que lo mataran por alguna decisión tonta nacida en base a sus impulsos. Además, tenía una razón más que válida para no hacerlo: después de enterarse lo ocurrido con Peter R., empezó a pensar que si él moría, Lucas sería inmediatamente asesinado. No era algo que supiera con certeza, pero las probabilidades eran lo suficientemente altas como para no pasarlo por alto.

Miró nuevamente a su hermano, quien se había quedado dormido mientras lloraba entre sus brazos. Por un momento pensó en contarle todo: que los estaban llevando para experimentar con ellos, que jamás se reencontrarían con sus padres; pero luego consideró que sería inútil. Si se había puesto a llorar con la poca información que le había brindado, la cual solo era la punta del iceberg, lo demás iba a dejarlo completamente destrozado. Además, supuso que todos se enterarían tarde o temprano, pues sabía que los militares disfrutarían contarles todo de una manera tan cruda como lo hicieron con él. Por lo tanto, prefirió dejar tranquilo a su hermano durante el poco tiempo de comodidad y bienestar que les quedaba.

Media hora después el autobús se adentró en una edificación ubicada en medio de la nada.

El viaje había terminado.

Las paredes, alguna vez blancas, que lo separaban del exterior, estaban sucias y ligeramente peladas. Visto desde afuera, parecía un edificio abandonado, por lo que pasaba desapercibido para los pocos transeúntes que pasaban por la zona.

Las puertas del vehículo se abrieron y los primeros en bajar fueron dos pares de gemelos (de los más pequeños) que bajaron emocionados para ver las nuevas habitaciones que les habían prometido. Los demás, con menor seguridad y entusiasmo, bajaron tras ellos con sus pocas pertenencias. Una vez abajo, dos guardias les ordenaron con brusquedad que se ordenaran en filas para luego ser guiados por ellos. No les dijeron a dónde los llevaban.

Asustados y extrañados por la diferencia de trato, los gemelos se limitaron a avanzar en silencio, siendo los sonidos de sus pasos, respiraciones y uno que otro sollozo por parte de los más pequeños los únicos en ser escuchados durante el breve recorrido desde el estacionamiento hasta la puerta de un salón.

Entraron por una puerta doble a una sala vacía. Tenía el techo alto, pero no era muy amplia. Sus paredes blancas que, a diferencia de las de afuera, no estaban tan sucias, y su piso de mayólica igualmente blanco con algo de suciedad en sus divisiones, brindaban un ambiente frío y misterioso que generaba incertidumbre en los gemelos.

Una vez dentro de la sala, los militares les ordenaron colocarse en una fila, a los que los chicos obedecieron inmediatamente. Los 24 gemelos se quedaron situados con la vista hacia ellos.

-Ahora están en Bers. Que no se les olvide- dijo uno de ellos en un tono intimidante.

-Apréndanse de memoria los códigos que tienen tatuados en el brazo. Si se los olvidan van a morir-indicó el segundo en un tono igual de intimidante que el primero.

GemelosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora