Rogelio Garay, se bajó del ómnibus esa noche. Era luna llena, no le dió importancia. En su barrio había empezado a correr un extraño rumor se decía que rondaba un lobizón, pero para él era solo una superstición. Sin embargo, su hijo había tomado la leyenda como cierta y andaba muy excitado esos días. Venía caminando por un sendero que cortaba el largo camino a su casa. En eso, escuchó un aullido prolongado, se dió vuelta algo inquieto y siguió caminando. Pensó que sería un perro aunque dudó, porque los perros desde su unión milenaria con el hombre raramente aullaban salvo por tristeza o anunciando malos presagios. El camino se fue haciendo más oscuros, y percibió que no estaba solo y aceleró su marcha, giró levemente su cabeza y advirtió una sombra. Su mente negaba lo que le mostraba la realidad en aquella penumbra. Segundos después escuchó nítidamente algo que venía hacia él, no ensayó darse vuelta y enfrentarlo. Era la primera vez que sentía el amargo frío del terror. Casi al instante lo que estaba cerca de él emitió como un gruñido, entonces empezó a correr, trepó el terraplén y saltó al otro lado con tal mala fortuna que cayó dando la cabeza contra unos hierros de lo que era una antigua parada ferroviaria…
Dos meses después una mañana sonó el celular. Miré de reojo: era Villarreal.
—¡Buen día César! —Me saludó —¿Podría darse una vuelta éste mediodía?
—¡Buen día! ¿De qué se trata Antonio?
—Ayer vino un tipo, de otro pueblo. Para mí medio chiflado. Me contó que venía buscando un lobizón. Yo sé que el caso anterior fue por demás extraño pero no me gusta que vengan con leyendas y otras pavadas. Aunque para eso lo llamé.
—Bueno, lo hubiesen hecho ahijado de Mitre y chau problema.
—No me venga con historias ya conozco la leyenda de éste país y Mitre murió hace más de cien años.
—Hay que poner un poco de humor sobre todo en una mañana fría. Bien, al mediodía estaré allí.
Cuando llegué pasé directamente al despacho. Allí estaba Villarreal y en otra silla Zenón Ochoa, sería un hombre de 35 o 40 años de fuerte contextura física, no muy alto, con ropa de marca. Llevaba un maletín, lo noté algo inquieto. El comisario hizo las presentaciones y agregó.
—El señor Ochoa, viene de Los Sauces un pueblo que está a unos ochenta kilómetros de aquí. Dice que hubo un crimen en su pueblo, pero la justicia dice que fue un accidente. Y que el asesino está rondando por éste pueblo.
—¿Y tiene usted el nombre del asesino, señor Ochoa? ¿Alguna descripción? —pregunté.
—No. Como ser humano no la tengo. Pero varios vecinos vieron una bestia, más conocida como lobizón.
—¿Y usted cómo puede asegurarlo?
—Porque yo lo ví y lo estoy persiguiendo…
—¿Y la policía?...
—Me extraña que sea tan ingenuo señor Guzmán, la policía no me cree ni me creerá.
—Señor Ochoa: Por si no se dió cuenta esto es una comisaría, por lo tanto hay policías… —dijo el comisario.
—Pero quizá acá no piensen de la misma forma.
—Deberás saber —prosiguió el comisario —. Que hay procedimientos. Hay que elevar la denuncia a la fiscalía y tener pruebas.
Ochoa se empezó a impacientar.
—Mientras perdamos tiempo con formalismos, ese monstruo atacará de un momento a otro. —afirmó el hombre.
Villarreal me miró con un gesto cómplice, como que nuestro visitante estaba medio loco. Al rato, nos ofreció café yo acepté pero el visitante se negó. También le ofreció un vaso de agua con el mismo resultado. Me di cuenta lo que había tramado.
ESTÁS LEYENDO
Los casos de César Guzmán.
General FictionUn investigador llega a un pueblo donde intentará resolver casos muy extraños, allí se combinan buenas dosis de terror, suspenso y actividades paranormales. Una historia donde la realidad y la fantasía van de la mano...