Capítulo 26.

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Esa tarde, traté de ubicar el ranchito donde vivía doña Jesusa. Finalmente, lo encontré a cinco cuadras de la ruta. Era un Rancho de ladrillo rodeado de escasa alambrada. Palmeé y salió una anciana, que resultó ser la misma con la que me había cruzado días atrás. Le dije que le quería hacer una nota, mientras en mi interior le pedía perdón, porque me causó tan buena impresión que me costaba mentirle. Nos sentamos en el interior del humilde rancho, con piso de barro y un modesto mobiliario. La señora se disculpó. 

—¿Qué puedo decirle yo m'hijo? Ya estoy vieja y se me vuelan los recuerdos. 

—No se preocupe doña Jesusa. Usted esté tranquila, quería preguntarle si sabe algo del viejo Celedonio. 

La anciana hizo un gesto como de enfado y contestó. 

—Por suerte no conocí a ése hombre muy malo. 

—¿Y cómo sabe si era malo, si no lo conoció? 

—Porque mucha gente de mi pueblo sufrió por su culpa. Hasta la propia familia de él. Pero eso hace muchos años. 

—Doña Jesusa, cuénteme… 

—Vea, me va a costar pero le contaré…

“… Fue todo muy rápido, el terror no la dejó ni pensar. Cuando recuperó la conciencia estaba arriba de un caballo, sujetada por un indio. Por el ruido, parecían varios jinetes. Éstos estaban armados por lanzas. Al costado vió un tropel de vacas, también corriendo forzadas. Divisó además algunas mujeres que corrían su misma suerte. 

El malón había sido exitoso, se llevaban a las tolderías unas dos mil cabezas de ganado y veinte cautivas. A mitad de camino un jinete se acercó al que llevaba a la muchacha, le habló en un idioma que ella no entendía y en instantes junto a dos indios más desviaron el rumbo a la izquierda. 

No pudo calcular las leguas que habían hecho, cuando en el horizonte divisó las tolderías. Ella las imaginaba más extensas, pero se equivocó. Su captor aminoró la marcha del animal. Primero bajó él, luego tomó a la muchacha y la llevó de un brazo. Ella miraba todavía sin entender y se introdujeron en una de las tolderías. Allí estaba sentado Lanquetruz en una cabeza de vaca. Miró a los recién llegados y el aborígen le comentó. 

—Lanquetruz, viejo casique. Ésta huinca, te la envía mi jefe Yakul, así arreglar las vaquitas que por error te llevamos. Decir mi jefe que ser buena esposa, pa usté. 

El casique lo miró con desdén y también a la cautiva. Y comentó. 

—Yakul, arreglar siempre lo que le conviene. Yo tener tres esposas ya, y estar viejo, pero la huinca será mujer de mi hijo Yancahuel. 

Ella, intentó decir unas palabras pero no se animó. Durante esos momentos le llegó un pensamiento tranquilizador. Alguien le había contado, que un filósofo francés Rousseau, tenía la teoría de que el hombre en estado natural es bueno, hasta que el contacto y el concepto de propiedad y otras cosas corrompen su esencia. Ni tiempo tuvo que ya estaba en otra toldería de menores dimensiones. Allí, estaba Yancahuel, echado sobre un cuero. No tenía la mirada feroz que ella imaginaba. Sí, la melena desgreñada apenas sujeta por una vincha roja. Su tez era cobriza, tenía puesto un chiripá de color oscuro y no se veían arma alguna alrededor suyo. El hombre que la trajo, se despidió con un saludo. Quedaron sólos, ambos se miraban a la distancia. Ella sin saber por qué se sintió tranquila al rato, se escucharon unas risotadas. Era un trío de indias que miraban a través de los cuerpos que servían de puerta. El joven indio, pegó un grito y éstas se fueron. Luego tomó esa alfombra de cuero y la acercó a la chica haciendo señas para que se sentara. Ella entendió algo terrible para su integridad pero accedió. Al instante él se alejó unos metros y se sentó en el suelo para contemplarla. 

Los casos de César Guzmán.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora