Capítulo 17: El ushioni de huesos

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La daga de diamante cortaba el aire en su vuelo. Giraba sobre sí dibujando un fino brillo tornasol. Aquella acrobacia era de algún modo hipnotizante, debido a la elegancia del trazo. Sin embargo, el encanto terminaba cuando la hoja penetraba los cascos de cinco soldados, despedazando sus cráneos. Entonces la daga pasaba a ser letal.

No obstante, las dagas no se manejan solas.

—¡Deben correr lo más lejos que puedan! —ordenaba Rin al tiempo que atrapaba la daga en su retorno parabólico. Luego volvió a lanzarla. El arma surcaba el aire, destruyendo huesos a diestra y siniestra.

Sesshomaru se encontraba en la cima de una colina. Desde ahí veía todo. La daga tenía esa manera peculiar de moverse. Rin la lanzaba, cortaba y regresaba. Sesshomaru sabía que el arma tenía un filo especial, el mismo Totosai quien la había fabricado se lo había dicho. Sin embargo, el filo poco podía hacer si no se tenía la suficiente habilidad para luchar. ¡Y aquel retorno! Era una daga, no un bumerán.

¿Cómo era posible que lograse ese movimiento? Pero Rin la usaba como si nada, haciendo tajos aquí y allá, como si aquello fuera normal. Lo estaba haciendo sin ayuda. ¿Ella en verdad había aprendido aquello? ¿Cuándo había crecido tanto? Pues Sesshomaru aún mantenía fresca en su memoria la imagen de Rin pequeña, esa chiquilla indefensa que debía ser protegida a cualquier costo.

—¡Ahora! —exclamó a los aldeanos la Rin actual, la guerrera que aparentemente podía defenderse por sí sola, al tiempo que una horda de esqueletos se aproximaban.

La gente la obedeció y salió despavorida. Pero Rin no podría con tantos. Sesshomaru se apresuró a su lado.

Con la espada que le había quitado al jefe esqueleto, atacó a cuantos esqueletos pudo.

—¡Señor! —Rin sonreía mientras peleaba: ¡por fin tenía la oportunidad de que el Señor evaluara sus habilidades de combate y defensa! Él no había podido verla en el pantano. Pero ahora acababa de descubrir que si lanzaba la daga de cierto modo, ésta regresaba a ella. ¡Así salvaría al pueblo y demostraría lo capaz que era!

Mientras tanto, para Sesshomaru aquella era una imagen perturbadora: Rin peleando contra un montón de soldados de Toshiokumo. Ella no tenía porqué hacer eso. Él se podía encargar.

—Ve con Jaken. —le ordenó Sesshomaru al tiempo que destrozaba un alud de flechas.

Pero Rin decidió acabar con quienes lanzaban aquellas flechas. Buscó con la vista. Los vio. Se encontraban escondidos entre las ramas de unos pinos que limitaban al bosque. Calculó. Estaban algo lejos. Si lanzaba la daga desde ahí, no llegaría ni a rozarlos. Pero si se acercaba un poco...

—¡Rin! —le gritó Sesshomaru mientras destruía otra lluvia de flechas—. ¿No escuchaste? Ve con Jaken.

Rin regresó de su mundo de cálculos. La gente del pueblo había parado de huir: estaban hechos bola a su alrededor. Si trataban de escabullirse, serían atravesados de inmediato por las silbantes flechas.

—Pero, Señor, ¡los aldeanos! —replicó Rin al tiempo que destruía unas cuantas de esas molestas flechas.

—Obedéceme. —Esos humanos podían protegerse por sí mismos. No le interesaban en lo absoluto. Su prioridad era Rin: era cuestión de tiempo para que resultase herida. Debían irse de ahí, antes de que sospecharan sobre su identidad.

Pero Rin no lo obedeció. Sabía que el Señor Sesshomaru no querría ayudar al pueblo, mas ella sí. Sus hogares, el hogar de su amiga, estaban siendo destruidos y sus vidas peligraban. No podía irse solo así.

Así que se agachó y se puso de cuclillas.

—¿Rin?

Y se echó a rodar.

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