Capítulo 20: Despedidas

723 77 30
                                    

Las pestañas de Gin empezaron a batirse.

—¡No dejes que se escape! —sus oídos percibieron a la distancia.

A Gin todo le dolía: el cuerpo, la cabeza, la mente, el cuello.

El cuello...

—¡Maldito! —otro lejano grito—. ¡Kaze no kizu!

El cuello de Gin le ardía a horrores.

¿Por qué le dolía tanto?

—¡Kaze no ono! —exclamó un grito más.

Lo recordó. Sintió de pronto una punzada gélida le atravesaba, dejándola sin respiración: Quizás Kozue me odia. Quizás Kya me odia. Quizás Sukki me odia. Quizás todos me odian. ¿Para qué continuar con el odio?

Abrió los ojos de golpe, acaparando la mayor cantidad de aire que sus pulmones fueron capaces de retener. Luego empezó a toser. ¿Había sido realmente capaz de respirar? ¡Sí, había sido capaz de respirar! ¿Entonces por qué le seguía doliendo el cuello?

Quiso tocárselo, pero no pudo.

—¿Pero qué...? —y se dio cuenta de que estaba atada a un árbol, de pies, manos y cuello.

¿Cómo llegó hasta ahí? Lo último que recordaba era haber sangrado tanto que terminó por desmayarse. Se había sentido tan triste, tan repugnante de sí misma, hasta al punto de querer dejar de existir.

Su cuello había sangrado demasiado, ¿cómo seguía viva?

Mi cuello... Lo que aprieta mi cuello.

Lo que mantenía a sus extremidades atadas al árbol eran unas apretadas cuerdas; pero en su cuello, un trozo de tela la rodeaba con la presión justa para no ahorcarla.

¿Quién hizo esto?

Lo que le apretaba el cuello... Lo que le apretaba el cuello había parado la hemorragia.

¿Quién le había salvado la vida?

...

Reddoburu corría.

—¡No dejes que se escape! —exclamó la serpiente.

—No soy idiota —replicó el perro—. No saldrá vivo de aquí.

Estúpidos.

Pero le iban pisando los talones. Si seguían así, pronto lo atraparían.

—¿Qué le hiciste a mi amiga, toro imbécil? —la serpiente era la más veloz. Pudo escuchar su voz a solo unos centímetros—. ¡Llevas su sangre en todo el cuerpo!

Reddoburu lo sabía. No le había quedado otra opción.

—Jo, ¿que no te he hecho un favor, víbora? No te caía bien, ¿o sí? —se burló él, aunque era un lujo hablar: debía concentrarse en no resbalar; cualquier desliz sería su fin—. Además, debe estar muerta ya, así que ahórrate el llanto.

Apenas y había terminado cuando ella cambió a su verdadera forma de hebi-yokai. Los enormes colmillos venenosos de una serpiente blanca ya se aproximaban a su cuello.

Entonces Reddoburu blandió su hacha. El filo del arma destelló bajo la luz de la luna. Mas la yokai fue rápida: esquivó su ataque, pero no sin conseguir un corte en la comisura de su boca.

—¡Maldito! —exclamó el perro-hanyo al tiempo que la víbora caía a un lado, herida—. ¡Kaze no kizu!

Y un resplandor dorado se dirigía a Reddoburu.

Canción de PrimaveraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora