Capítulo 11: El chimi del pantano

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Conseguiré las dos cosas. Obtendré amor y poder. Encontraré la flor de primavera.

Sesshomaru quiso reír ante la evocación de aquellas palabras. Le parecía como si se le hubiesen ocurrido en un sueño. Pero no pudo burlarse. No pudo hacerlo porque habían sido reales, él mismo las había jurado y no le hacía ni una pizca de gracia que aquellas palabras, que hacía unas horas habían sido su esperanza, le atravesaban ahora como estocadas.

Cambió de posición en su futón. Era aún de noche. Acabando de llegar, había querido desquitarse con quien fuera, sin embargo Jaken se había escondido y la mayoría de sus soldados estaban fuera, siguiendo sus órdenes de no regresar hasta dentro de un mes. No tenía ganas de hacer otra cosa, por lo que se fue a acostar. Jamás se iba a acostar. El sueño no era necesario para los yokais como él, ¿pero qué otra cosa podía hacer para tratar de olvidar?

No obstante, el estar ahí, recostado, empezaba a molestarlo, pues desde que se había echado no había dejado de pensar. Tendré un plan. Un plan donde terminaré conquistando todas las tierras del oeste y donde tú estarás a mi lado cuando eso suceda.

Al parecer, su cabeza pretendía volverlo loco.

Cerró los ojos. Quizás si lograba conciliar el sueño se alejaría de aquellos amargos recuerdos. Inhaló y exhaló hasta apartar cualquier rastro de pensamiento.

Y entonces sólo quedó una luz. Había algo único en esa luz café, por lo que decidió seguirla. La luz lo esperó quieta, ampliando su luminosidad con cada paso que daba. Llegó hasta ella. La luz pareció reír y esa risa le derritió el alma. Era una risa hermosa. De pronto, tuvo ganas de besarla y decirle que era la luz más bella, cálida y deslumbrante que nunca en su vida había conocido. Pero de repente, ya no veía una luz castaña, sino a Rin. Y él no era él, sino Kohaku.

Despertó de golpe. Percibió en ese momento su esencia. ¿Acaso ella estaba a su lado? No, no era así. La esencia provenía de su muñeca derecha. La miró con fastidio. En ella se encontraba amarrado un listón rosa. Debajo de éste descansaba la pulsera de ágata violeta. De solo verla su cólera se agravó.

Se quitó la pulsera y la arrojó hasta el extremo opuesto de la habitación. Cayó con un atronador golpeteo. Esa cosa ya no me interesa, pensó con hastío.

Se levantó airado del futón y fue hasta la ventana. La brisa de madrugada le rozó el rostro y jugó con su cabello. Deshizo entonces el nudo del listón y dejó que el viento se lo llevara.

No quería tener ningún recuerdo de ella. Ya no le interesaba en lo absoluto. Ahora que no tenía la necesidad de buscar la mítica flor, poseía una eternidad completa para reclamar dignamente él mismo las tierras del oeste.

La pulsera despreciada yacía arrinconada en el piso. Había comenzado a calentarse tanto que la madera del suelo empezaba a derretirse.

...

—¿El Señor Bokuseno habita en este lugar? —preguntó Rin a Ah-Un.

Según el mapa y la orientación de Rin, con ayuda de Ah-Un, acababan de llegar al lugar donde residía el árbol sabio. Sin embargo, estaban de pie en un pantano fangoso. El lugar era tan verde desde arriba que incluso siendo de noche lo había confundido con un bosque. La tierra que pisaban era casi líquida: apenas había descendido de Ah-Un y ya sus botas se habían cubierto de lodo. Delante de ellos, una línea de manglares componían la orilla de una laguna, donde un sinfín de cipreses se asentaban bajo la luna de madrugada.

A pesar de ser un lugar hermoso, lleno de naturaleza viva, en el ambiente se percibía un silencio latente de desasosiego y peligro.

A ninguno de los viajeros les gustó esto. Y Ah-Un fue el primero en expresarlo: Ah negó con su cabeza y Un puso la suya bajo el brazo de Rin, como queriéndose proteger.

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