Capítulo 25: Destinos

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Reddoburu estaba siguiendo al mismo esqueleto que lo había detenido a la puerta del castillo del Señor Toshiokumo. Había llegado a ese lugar luego de lo que parecieron miles de años.

Ni se te ocurra mencionar a la humana. Si lo haces, lo sabré y acabaré contigo, las palabras del tipo que le había dado una paliza a las afueras de la Kegon no Taki no dejaban de replicarse en su mente.

Por más que quiso defenderse, Reddoburu se había dado cuenta al momento que no era rival para él. Se tuvo que resignar a soportar los férreos golpes y a desear con todas sus fuerzas que no lo terminara matando, pues eso no haría más que retrasar sus planes. Sin embargo, al poco rato lo había soltado y amenazado con aquellas palabras. Al final solo le había hecho malgastar el tiempo.

¡Y cómo le estaba haciendo perder el tiempo también el esqueleto que tenía delante suyo! Reddoburu había llegado a las puertas del palacio con el amanecer y ahora mismo el sol se encontraba en su cenit. Ya era mediodía y ese idiota aún creía que era espía de Sesshomaru.

Si en verdad fuera un espía, pensaba Reddoburu mientras daban otro rodeo por el patio principal, no me traería andando por todo el castillo. ¿Por qué darme la oportunidad de dar un buen vistazo a las instalaciones? Bien podría decirle lo que sé a Toshiokumo, largarme y contarle a Sesshomaru lo que estoy viendo. No se decidía si todos los esqueletos eran igual de tontos o si solo este había resultado defectuoso.

—Se terminó —dijo el esqueleto deteniéndose de repente. Reddoburu casi se topaba con él—. Es aquí —apuntó a las puertas de un salón por el que ya habían pasado diez veces.

—¿Y nadie va a anunciar mi llegada? —preguntó Reddoburu luego de un rato de silencio, recordando los modales que había tenido que aprender para no ser víctima de la furia del Señor Sesshomaru en su castillo.

—¿Para alguien como tú? —el esqueleto se burló hiperextendiendo su mandíbula—. Entra ya.

Entonces abrió la puerta corrediza, tomó a Reddoburu del hombro con mayor fuerza de lo esperado y lo arrojó al interior del salón.

La habitación se encontraba en penumbra. La única luz era la proveniente del sol, pero apenas y podía hacerse paso por entre las gruesas mamparas de seda de la entrada, así que solo pocas zonas estaban alumbradas: el techo, que estaba cubierto por telarañas que colgaban como fantasmales cortinas; el piso bajo sus pies, tan impecable que hizo que Reddoburu temiera del débil reflejo que el suelo pudo devolverle con su pulcritud; y el resto era un misterio oscuro que no conseguía atisbar.

Así que sus demás sentidos se pusieron en marcha: su piel le hizo saber que la temperatura ahí era más baja que en el exterior donde había estado apenas hacía unos segundos, sus oídos pudieron percibir un débil pero incesante frufrú que una vez que lo escuchó no dejó de oírlo, y finalmente su nariz le hizo saber de un olor nauseabundo pero familiar que perfumaba el ambiente: el de la carne en descomposición, el aroma de la muerte.

¿Cómo era posible que un castillo huela de esta manera?, pensaba al tiempo que cubría su nariz. El hedor comenzaba a marearlo y el ruido incesante solo le hacía querer arrancarse los oídos.

Cuando estaba a punto de abrir la puerta y ventilar la habitación, el frufrú se convirtió en un violento estampido.

La mano de Reddoburu abandonó su nariz para viajar veloz hasta el mango de su hacha.

—Oh, al parecer has venido a matarme —dijo una criatura de seis ojos que entraba a la habitación.

Reddoburu se calmó por un instante y examinó lo que había sucedido: en su paranoia, creyó que el estruendo había sido algún arma, cuando en realidad había sido el margen de la puerta topando con el bastidor: solo la habían abierto de golpe. El resto del salón estaba casi vacío, a excepción de dos filas de columnas de madera que se dirigían a un enorme trono que coronaba el centro del lugar. Ahora era capaz de verlo porque, tan pronto como quien había entrado, velas por doquier se encendieron tras sus pasos.

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