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Ricardo se quedó un momento sentado detrás del volante, en uno de los espacios reservados para los clientes de la tienda de lujo a la que había llegado en pleno corazón del barrio de Salamanca. No era una tienda para caballeros pero tenía a alguien ahí que siempre lo esperaba. Revisó su atuendo, un economista el toda regla; siempre de traje que disimulaba su cuerpo corpulento y alargaba sus piernas par darle un poco más de altura, se miró una y otra vez por el retrovisor, lo mejor era entrar sin gafas de sol. Acomodó su cabello, su tupé castaño era su mayor orgullo y lo que lo hacía entretenerse cada mañana frente al espejo. Salió por fin luego de tres eternos minutos, en los que trató de mostrar una expresión relajada, con la compra que había hecho no hace mucho.

Por lo general Ricardo no era alguien nervioso, pero esa mañana de mediados de febrero lo parecía. Entró por la entrada de empleados sin avisar. No era necesario, todos le conocían y sabían a quien iba a ver, el mejor amigo del diseñador más excéntrico de todo Madrid; saludaba a cada persona con quien se cruzaba, a cambio recibía un montón de suspiros y miradas llenas de sueños depositados en su persona. Él sabía que era afortunado por eso siempre se adecentaba lo mejor posible para ir. No podía pasar desapercibido, con su altura y galanura, resaltada por las gafas que llevaba, era el espécimen ideal de novio.

Eran su cuento de hadas personal de todos los empleados de aquella pequeña casa de modas madrileña y Ricardo parecía disfrutarlo, le gustaba ser quien hiciera posible soñar a cualquiera con encontrar el amor. Sabía que todos se volvían locos al ver un ramo de flores frescas ocultas detrás de la espalda, tanto que a veces lograba ver a algunas chicas deseando que fueran para ellas. Antes de entrar por la puerta del taller de sastrería, Ricardo se pasaba por el estudio de su amigo para saludar.

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El taller de sastrería de Aldo de Toledo era el que menos personal tenía tanto que el ambiente se volvía íntimo, con paredes llenas de fotografías de antiguas pasarelas, corchos llenos de imágenes y trozos de telas que suponían la inspiración para colección actual, algún que otro recuerdo de alguna pasarela. Las tres mesas estaban juntas al centro y a sus alrededores se formaba la vida; pocos jóvenes costureros y muchos sastres veteranos convivían entre maniquíes y telas. Un lugar en la tercera planta, antes de llegar a la azotea, agradable por la luz que entraba por las ventanas acompañadas del bullicio madrileño.

Bosco siempre jugaba con sus compañeros, ellos tenían sus propios sueños que implicaban las sedas de ensueño, traídas desde lugares exóticos. Entre risas soltadas al aire, con la mirada puesta en coser la entretela de la próxima prenda del deseo de la temporada, estaba sentado a lo indio en la mesa de corte, escuchaba atento las conversaciones que se daban entre telas, hilos y maniquíes. Era tal vez es más joven de las once personas que ahí había, su rostro demostraba inmadurez en aspectos inimaginables, pero sus manos eran capaces de demostrar la habilidad adquirida de la manl de su madre de quien heredó el cabello castaño rizado y los ojos verdes.

Sus expresiones eran transparentes, sus labios alargados y carnosos se movían de forma incesante para pasar de un estado de ánimo a otro, pasando de lo serio, cuando estaba concentrado, al modo infantil en que sacaba la punta de la lengua para burlarse de alguien. Nada, sin embargo, se comparaba con la expresión de Bosco cuando se abría la puerta y aparecía Ricardo; cada charla se perdía entre la mirada de ambos. De pronto todos desaparecían y quedaban ellos dos. Claro que Ricardo siempre se cohibía un poco al ver a todos los compañeros de su novio.

-Buenas -dijo Ricardo cuando todos se quedaron callados.

Bosco levantó la mirada y se giró, dejó de lado su trabajo y de un brinco llegó hasta su novio. Todos se miraron cómplices mientras bajaban la cabeza, era lo mejor que podían hacer para darle un poco de privacidad. Por fortuna siempre llegaba cuando la jefa del taller estaba fuera, era la mujer más severa a pesar de saber que Ricardo era amigo de su jefe directo, no por nada pero a Maricarmen no le gustaban las medias tintas: o todos dejaban el trabajo y veían la escena o ahí no entraba nadie. Así que prefería no estar cuando Ricardo aparecía por la puerta.

Apareces túDonde viven las historias. Descúbrelo ahora