Capítulo 7

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Vecinos olvidadizos

Mara

Jueves por la mañana y yo volvía de hacer mandados.

Vivir sola tiene muchas desventajas, no es para todos.

Cuando estás acostumbrado a que todo te lo sirvan en bandeja de plata, convertirse en un adulto maduro es complicado.

Para mi fortuna, nunca estuve bajo las alas protectoras de mi madre. Por lo que vivir sola era como vivir en su propia casa, solo que sin ella.

Subí las escaleras mientras contaba los peldaños. No sé por qué lo hacía si ya me sabía de memoria el total.
No era como si uno de los escalones fuera a desaparecer de pronto.

De todas formas, era un método para distraerme del trabajo y el estudio.

Quizás fue que venía muy distraída, o tal vez porque mi mente maquinaba a toda marcha cosas de las que evitaba pensar en voz alta, que no fue hasta que vi unos zapatos bien lustrados unidos a un larguirucho cuerpo que se aferraba al enorme estuche ya conocido.

—¿Qué haces echado en mi puerta?

El extranjero me miró, confundido.

Busqué el número pintado en la pared del lado de los ascensores, sintiéndome como una estúpida cuando vi el número «7» en lugar del «6»

—Entiendo. No me hagas caso, hoy no es mi día.

—Ningún día parece serlo —me respondió él, para mi sorpresa—. Olvidé mis llaves en el departamento y el cerrajero no llega hasta dentro de cuatro horas. ¿Sería tan amable de dejarme entrar a su casa hasta que él llegue?

—¿Dónde crees que estás? —pregunté con algo de sarcasmo—. Esto no es el primer mundo, nadie en su sano juicio dejaría entrar a un extraño a su vivienda, menos si es extranjero, y muchísimo menos si es hombre.

Él comprendió a lo que me refería y enseguida negó con la cabeza de forma efusiva, moviendo también sus manos al compás.

—No es mi intención hacerle daño.

—Ni la mía dejarte entrar a mi departamento —le sonreí, satisfecha—. Suerte esperando al cerrajero, aunque normalmente tarda mucho más de lo que dice.

Con el correr de las horas, mi conciencia se ponía más pesada.

¿Cómo pude haber dejado al pobre italiano fuera?

¿Estaría bien en ese sucio y duro suelo?

Me odié a mí misma por lo que estaba a punto de hacer.

—Entrá antes de que me arrepienta, mirá.

Él me miró sorprendido, a lo que solo pude hacer una pequeña mueca de disgusto.

Un rato después ya estaba sentado en mi sillón, abrazado a su instrumento.
Ese instrumento malévolo que no me dejaba conciliar el sueño por las noches.

—¿Te puedo ofrecer algo para tomar?

—Vino, por favor.

Me reí con burla.

—En mi casa no hay alcohol. ¿Agua puede ser?

Él asintió. Fui por un vaso y se lo di.

El ambiente se había puesto incómodo. Mi vecino paseaba sus ojos por las paredes de la sala de estar.

—¿No tienes fotos de la familia? —me preguntó, estaba curioso por conocer más de mí.

—No tengo familia —y no era mentira; desde hacía mucho mi madre pasó de ser la única familia que tenía a ser nadie—. ¿Querés ver la tele? Acá tenés el control.

—Gracias. ¿Tienes Netflix?

Yo negué.

—La plata no alcanza. ¿Vos sí tenés? —me sorprendió verlo mover la cabeza de arriba a abajo—. ¿Cómo hacés? Creí que no tenías laburo.

—La señora paga todo, solo me deja quedarme.

Fruncí el ceño ante su extraña contestación.

—¿Y no te parece raro que la señora Consuelo te dé hospedaje gratis? Ni siquiera te conoce.

El tano se encogió de hombros, sin quitar la sonrisa sincera de su rostro.

—En Buenos Aires todos son amables.

Sonreí de lado, sintiéndome un poco mal por la credulidad del extranjero. Y también porque, hasta ahora, yo había sido la única que se comportaba reacia con él.


Todos los sueños mueren en Buenos Aires [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora