Capítulo 11

44 14 16
                                    

El cumpleaños

Luca

Amanecí feliz.

Hoy era mi cumpleaños. También habían pasado siete meses desde que me fui de Italia.

Con sinceridad, la mejor decisión de mi vida.

Ahora disfrutaba de una bonita vista en una bellísima ciudad.

Fui hasta la cocina y encontré una pequeña nota pegada al refrigerador... Heladera como le llamaban los locales.

«Querido Luca:

Muy feliz cumpleaños, espero este día sea muy grato para vos. Vine esta mañana para sorprenderte con una torta que preparé con mi esposo.

Desafortunadamente, no me atreví a despertarte cuando vi la luz de tu cuarto apagada.

¡Pasala lindo!

Y no la hagas renegar a Mara

Con aprecio,
Consuelo»

¡Ah, la señora Consuelo estuvo en casa!

Esa mujer era de lo más dulce, siempre atenta a lo que necesitara. Estaba muy agradecido con ella ya que fue la primera que quiso darme asilo cuando llegué.

Qué desorientado estaba. De no ser por ella, habría acabado a la deriva.

Esa torta, que era pequeña porque claro solo yo la comería, tenía encima unas velas que indicaban mis años cumplidos.

Veintiséis años de vida. ¿Un montón, no?

Desde que conseguí ese empleo en el restaurante, me he tomado las cosas con responsabilidad.

Aunque la dueña del lugar se enojó el principio, terminó aceptando el pago por quedarme en el departamento que antes pertenecía a su hijo.

Todo iba bien.

Me duché, me vestí y puse un poco de colonia que había traído desde Sicilia.

Mientras tomaba el pastel y mi teléfono, me percaté de que ninguno de mis padres me había saludado todavía.

Era extraño. Me hubiese gustado despertar y sentir el aroma a pasta casera que mi abuela preparaba, o el desayuno al aire libre que compartía con mi padre mientras él leía el diario.

Ese sabor amargo se impregnó en mi boca demasiado tiempo; no me gustó.

Solo hubo una cosa que pasó por mi mente cuando agarré las llaves y cerré la puerta de entrada.

Tenía que visitar a Mara.

No quise usar el ascensor, solo era un piso de diferencia. ¿Qué más daba?

Cuando llegué al piso de mi vecina, no hizo falta tocar a la puerta porque esta se abrió y una mano me llevó hacia adentro.

Globos de colores vivos, tiritas de papel maché colgando del techo y un cartel que decía «Feliz cumpleaños» rodeado de luces blancas de navidad.

No me di cuenta que el pastel ya no estaba en mi mano, sino encima de una mesita junto a otro relleno del reconocido Bon o Bon, ese dulce que tanto me había gustado.

Mara tenía puesto un gorrito gracioso, me estaba extendiendo uno igual. Así que lo tomé y lo coloqué firmemente en mi cabeza, para seguir contemplando la simple pero bonita decoración del lugar.

—¿Tú hiciste todo esto, Mara? —pregunté sin poder creerlo.

—Sí — me confirmó moviendo sus manos con entusiasmo—. ¿Te gusta?

Solo me limité a mover la cabeza. Sin embargo, mi corazón estaba latiendo más rápido de lo usual y unas lágrimas tontas amenazaban con salir de mis ojos.

Mara González, la vecina amargada del edificio donde vivía, había hecho todo esto para mí.

Un gesto dulce que jamás me permitiría olvidar.

—Pero, ¿cómo conseguiste todo esto? —ambos nos acercamos a la mesa donde las tortas ya tenían sus respectivas velitas encendidas —. No amenazaste a la chica del cotillón, ¿o sí?

Ella negó, riendo.

Qué risa más bonita tenía.

—Los tengo desde los quince, me gusta guardar cosas que se pueden seguir usando con el tiempo. Vení, apagá las velitas y comamos.

Me cantó el feliz cumpleaños, soplé las velitas y pasamos la mañana comiendo torta en su balcón, mirando el cielo.

—¿Qué pediste de deseo? —la miré con confusión—. Sé que si se dice, no se cumple. Pero igual quiero saber.

—Lo olvidé —admití; y ahora ella me miraba confundida—. No sentí la necesidad de pedir un deseo, no esta vez. Este año se me vienen cumpliendo todos mis sueños, no quiero arruinar esa suerte.

—Ah —fue lo que respondió—. Tal vez te moleste la pregunta o te suene insensible —su tono de voz había cambiado mas no me alarmé—. Pero, ¿de verdad querés seguir persiguiendo esa fantasía de ser músico?

Bajé el mate que había llevado a mi boca —durante esos meses me había vuelto adicto a la bebida— y la miré.
Solo la miré, sin saber a dónde iba su pregunta.

—Querer cumplir un sueño no es una fantasía, Mara —le respondí algo dolido—. Solo hay que esforzarse para volverlo realidad. ¡Hasta tú podrías tener un sueño por el cual luchar!

Escuché su suspiro.

—Tenés un departamento y un buen empleo. Pasaste de ser turista a un residente casi experto en cada rincón de la ciudad. Fuera de tus días laborales, contás con todo el tiempo del mundo. Podrías conocer nuevos amigos y hasta ponerte de novio. ¿Y si el violonchelo lo dejás como un simple pasatiempo?

—No sé por qué insistes tanto, Mara. Me duele que trates de convencerme en dejar mis pasiones en segundo plano, es frustrante.

—Luca...

—No, déjame terminar —ella calló y continué—. La única razón por la que vine a este lugar fue porque sabía que podría ser yo mismo. Mi música y yo, somos uno solo; Francisca lo sabía. No sé por qué tú no.

—Yo no soy Francisca, Luca —en eso tenía razón—. No entiendo eso de alentar al amor de mi vida, en mi lecho de muerte, a hacer algo que tiene un uno por ciento de probabilidad de funcionar.

Un dolor se instaló en mi pecho. La cruda forma en que lo dijo dolió, dolió mucho.

—No, no lo entiendes. Solo eres una chica del montón que se convence de ser alguien que no es. Francisca era auténtica, ella nunca se escondía y así logró ser la modelo que siempre imaginó que sería.

A este punto, Mara evitaba todo contacto visual.

Se paró de su pequeño banquillo y yo le copié la acción.

Ambos nos apoyamos en el barandal; la red que cubría el balcón nos daba seguridad.

Le di tiempo para que buscara las palabras indicadas y la paciencia necesaria.

Cuando tuviese algo que acotar, yo la estaría esperando.

Todos los sueños mueren en Buenos Aires [✔]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora