Los desayunos contigo

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A la mañana siguiente Chris despertó de primero con gran energía. Se apresuró a ducharse y antes de salir de la habitación le escribió una nota a Greace, como había hecho todos los días desde que la conoció.

Greace, te esperamos para desayunar, no tardes y ponle seguro a la puerta.
                                   CHRIS.

Estaba seguro que lograría hacerla sonrojar con sus palabras y lamentó no estar presente para ver su expresión. Le gustaba verla sacar sus emociones, y quería que su convivencia fuera más amena para ambos. Greace perdió sus sueños por este casamiento y no podía evitar sentirse un poco culpable por eso.

Diez minutos después Greace despertó y encontró la nota en la almohada. La leyó y tal como supuso Chris, sus mejillas se incendiaron. El día era soleado y el frescor de la mañana poseía un tierno perfume de mar. Era de aquellos momentos en los que olvidabas quien eras en realidad y lo que estabas viviendo, y Greace lo sintió al instante. Se apresuró para ir a desayunar, tenía ganas de sentir los rayos de sol sobre su pálida piel.

Allí estaban todos, rodeando la enorme mesa del comedor del barco, tan cargada y deslumbrante como en la que solía comer con su familia. Los niños parecían ángeles vestidos de blanco, su padre les había pedido que vistieran de traje para recibir a Greace, sus cabellos estaban muy bien peinados y el color de sus mejillas delataba lo nerviosos que todos estaban. Greace recordó cuando los conoció, tenían un aspecto parecido, no como el día anterior que estaban todos desaliñados de tanto jugar.

Chris estaba sentado cerca de uno de los gemelos y se veía espectacular, tenía el cabello recogido con una coleta y se había afeitado la ligera barba que días atrás se asomaba por su rostro. Parecía uno de esos príncipes azules con los que toda chica soñaba, y Greace se sintió algo confundida. Por alguna razón quería agradarle, cuando días antes le costaba incluso mirarle a la cara.

–Hola, buenos días –saludó ella rodeando la mesa.

–Siéntate conmigo, por favor –le pidió el más pequeño de los gemelos, Antoine. Y no pudo negarse.

Una de las sirvientas, una chica de cabellos de fuego y ojos color caramelo, que aparenta unos veinticinco años, les ayudaba a servir el jugo, y no dejaba de mirar descaradamente al Rey Christopher II. Greace se percató de ello y se sintió molesta, quizá la chica tenía interés por Chris, pero lo que la enojaba era que lo mostrara en su presencia. Ella era su esposa, por mucho que solo fingieran tener una relación, merecía respeto de sus súbditos.

–Señorita, podría servirme jugo –pidió Greace con tanta frialdad que llamó la atención de su esposo.

–Parece que alguien no está de buen humor hoy –bromeó regalándole una sonrisa. Ella lo fulminó con la mirada y apartó la vista. Mientras que Chris reía con más fuerza por su reacción.

La chica se acercó para servirle, pero se inclinó sobre la mesa como soporte, dando una mejor vista de su predominante y sensual escote. Greace se enfureció aún más, su falta de respeto no tenía limites y la rabia se apoderó de su cuerpo. Ordenó a la sirvienta a retirarse en modo de regaño y prosiguió ella misma a servirse su desayuno. Todos en la mesa quedaron sorprendidos, sobretodo Chris que no se había percatado del incidente porque estaba muy ocupado dándole de comer al gemelo que tenía a su lado.

–¿Qué pasa Greace, te sientes mal? –preguntó desconcertado por su comportamiento.

Ella ahogó un fuerte suspiro antes de contestar y pensó en dibujarle la verdad de manera que no se confundieran las cosas, pero el pequeño Antoine le tomó la delantera y gritó.

–Es que la chica del jugo tiene pechos muy grandes –su padre no pudo evitar reír y sus hermanos también, pero Greace no le halló la gracia al comentario.

Que me ames (Terminada) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora