En la última semana, todos los días comenzaban de la misma manera. La rutina era cada vez un poco más monótona, aunque esa monotonía me había tomado a mí también por completo. Con tal de no pensar en la muerte de Olivia, me había llenado de cosas para hacer y, así, mantener mi mente ocupada todo el tiempo; había planificado mi rutina desde el momento en que me levantaba hasta el momento en que me iba a dormir. Sabía que era insano planificar el resto de mis días de esa manera, pero pensar en mi hermana me rompía el alma cada vez un poco más.
Mis padres no querían que siga durmiendo en la habitación que alguna vez había compartido ella, pero yo me negaba a abandonarla. La imagen de Olivia con su cuello atado a una soga ya había abandonado mi mente, aunque desde entonces había un sentimiento de pesadez en mi pecho. Aunque yo intentase no pensar en mi hermana, mis padres hablaban de ella todo el día; no podían quitarse la culpa de no haberse dado cuenta de lo que ella sufría en silencio, por lo que no la olvidaban ni un segundo del día.
—Oliver, ya está el desayuno —dijo mi madre, quien se asomaba por la escalera para que su voz resonase por el segundo piso de la casa.
Hacía una semana que no me presentaba en la universidad, pero las cosas no podían seguir así; quería que mi sueño y el de Olivia se haga realidad, aunque ahora sólo yo podría llegar a ser médico.
Me miré una última vez al espejo y suspiré, saliendo por la puerta de mi habitación; mi aspecto no era el mismo de siempre, pero no sentía ganas de verme de otra manera. Tras bajar las escaleras, saludé a mis padres y me senté junto a la mesa con ellos; mi madre había preparado budín de naranja y me había dejado un café sobre la mesa.
Desde la muerte de Olivia, mis padres me consentían en todo lo que podían; tal vez creían que de esa manera repararían el daño, aunque era estúpido engañarse de esa manera.
Terminé de desayunar y lavé rápidamente mis dientes, tomando mi bolso y encaminándome hacia la universidad; si bien no lo parecía, ya era un estudiante de segundo año de medicina. Olivia y yo habíamos entrado juntos con el sueño de volvernos médicos; en ese entonces fue cuando conoció a Ken.
Ken Kushieda era un chico de 20 años, con cabello oscuro, ojos negros y rasgos orientales, con una altura de aproximadamente 1,85. Mi hermana y él comenzaron a salir hace más o menos un año atrás, volviéndose casi inseparables desde entonces; tras suicidarse, Ken fue el único al que mi hermana le dejó una carta, haciéndome entender que él era la persona más importante para ella.
Cuando llegué a la universidad, miré hacia todos lados y noté varias miradas sobre mí; no era raro, pues la noticia del suicidio de Olivia había corrido más rápido de lo que creí. Odiaba que la gente sintiera lástima por mí, aunque probablemente yo actuaría de la misma manera si le hubiese pasado a alguien más.
—Hola Oli —me saludó Alexander, uno de mis únicos amigos.
Alexander tenía el cabello oscuro y los ojos celestes, viéndose un poco más alto que yo. En el funeral de Olivia, él había llegado a consolarme un poco después de que yo comenzara a llorar tras escuchar esa canción con Ken.
—Hola Alex —sonreí, comenzando a caminar a su lado.
Alexander me miraba de reojo, tal vez pensando en qué debería hablar conmigo y qué no debería mencionar. Desde hace una semana, él era el único que me enviaba mensajes todos los días para saber cómo estaba; siempre había sido la persona que más se preocupaba por mí además de mi hermana.
Llegamos al salón de clases y nos sentamos en una de las filas del medio, sacando nuestro libro de anatomía y nuestro cuadernillo de apuntes. Miré hacia todos lados, tal vez buscando a un chico alto de ojos rasgados.

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Tras tu muerte
Novela JuvenilUn suicidio, dos corazones rotos. ¿Qué harías si la persona más importante para ti desaparece de un momento a otro? ¿Qué harán nuestros protagonistas, quienes no pueden vivir sin ella?