Tras pasarme el día entre tierra y agua en las profundidades de los túneles, regreso a la superficie. Cuando subo, ya son más de las dos de la tarde. El Indiano me espera en la sala de espera para ir a comer juntos. Me sacudo la tierra de la ropa y me cambio de zapatos y dejo los materiales en un rincón de la mesa.
—¿A dónde me vas a llevar a comer? —Cuando salimos me tengo que cubrir los ojos con una mano para que el sol no me ciegue.
—Al Mesón Gabino —responde con un guiño—. Bueno, aún no te he preguntado por el pequeño de la casa. ¿Cómo está? Hace mucho que no lo veo.
—Es todo un trasto. En unas semanas empieza el colegio y está eufórico —echamos andar hacia la puerta del Losal.
—¿Cuántos años tiene ya? —pregunta recolocándose su sombrero de paja. Uno que siempre lleva consigo desde que yo tengo uso de razón.
—Cumple tres en Octubre.
El Indiano se queda en silencio durante unos segundos, como si se debatiera entre preguntar o no, lo que tiene en mente.
—Dispara —le digo de repente. Él me mira sorprendido.
Traga saliva y añade;
—¿Y el padre? ¿Sabes algo de él?
—¿De ese hijo de puta? No, ni quiero saberlo. Donde mejor está es lejos de Miguel Ángel y de mí. No lo quiero cerca de mi hijo —pensar en él hace que me hierva la sangre.
—¿Todavía te duele lo que te hizo? —pregunta.
—No es que me duela aún. Es que no quiero que tenga nada ver con nosotros.
Al llegar a la puerta del Losal seguimos hacia adelante, por la calle de La Fuente Seca hasta llegar al local que quedaba justo a la izquierda, construido hacia el interior de la muralla. Nos dirigimos hacia una mesa situada al fondo del local, sobre la que hay un pequeño cartel en el que pone reservada.
El camarero, un chico joven, más o menos de mi edad, se acerca a nosotros, quita el cartelito y nos da una carta a cada uno. Dejo la mochila en la silla vacía que hay junto a mí, él saca una revista enrollada del bolsillo de atrás de su pantalón y la deja en una esquina de la mesa sin que estorbe. Se pide una pinta y yo un refresco de naranja. El camarero nos deja las cartas durante unos minutos para que nos pensemos que vamos a pedir.
—¿Aún llevas el bote de pimienta que te regale cuando estabas en segundo de carrera? —pregunta sin levantar la vista de la carta.
—Sí. Desde aquel día lo llevo siempre conmigo.
El camarero vuelve aparecer con una bandeja en la mano y sobre ella las bebidas que hemos pedido.
—¿Saben ya que van a tomar? —pregunta dejando las bebidas sobre la mesa.
—A mí me pones un solomillo con salsa de cebolla y patatas, y la señorita...
—Yo quiero pasta, pasta a la carbonara. Que la nata sea espesa y lleve extra de queso por favor.
El chico lo anota en su tablet y desaparece dirección a la cocina.
—Y el pequeño. ¿Dónde está ahora?
—De campamento urbano. Tengo que recogerlo en unas tres horas —respondo mirando mi reloj.
El camarero nos trae los platos y los deja con cuidado sobre la mesa. Saco los cubiertos de la servilleta y me la pongo en las rodillas. Pasamos la comida hablando de si mi hijo y yo íbamos a quedarnos en Úbeda o me lo iba a volver a llevar al extranjero. Miguel Ángel había nacido aquí en Úbeda, cuando yo estaba comenzando segundo de carrera. Con apenas un año me lo llevé fuera de España, aproveché que me habían aprobado las prácticas en el extranjero para alejarnos de su padre. Un tipo que empezó siendo el chico más dulce, gracioso y amable del mundo y que a los pocos meses de empezar a salir se volvió completamente diferente, empezó a amenazarme, a no dejarme salir cuando y con quién yo quería, llegó hasta a usar una droga para abusar de una mujer. De mí. Alguien así no se merece estar en la calle, y mucho menos relacionarse con mi hijo.
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El Ladrón de corazones
Mystery / ThrillerVíctor es un joven inspector de policía al que la vida no le ha tratado muy bien. Un asesino en serie meticuloso y que no deja pista alguna tiene a la ciudad de Úbeda sumida en la incertidumbre y el miedo. La llegada de Alba a la vida de Víctor la...