2. Alba 6-agosto-2020

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—Espera. ¿Voy a buscar a algún becario que nos ayude a descargar las cajas? —Pregunto al Indiano bajando de la furgoneta.

—¿Qué? Nah déjalo. Entre nosotros dos podemos hacerlo. ¿O acaso te has vuelto una señoritinga desde que te has ido a hacer las prácticas al extranjero?

—Que va. Si lo digo por tu espalda. Que ya vas teniendo una edad —bromeo dándole un codazo.

Cuento las cajas de madera apiladas en la parte trasera de la furgoneta. Hay por lo menos unas treinta. Estamos en la puerta de los túneles de la calle Muralla de San Millán. Una gruta semisubterránea que se adentra a las espaldas de la Iglesia de San Miguel. Han limpiado y llenado de agua la alberca que se encuentra junto a la puerta en el exterior. La ciudad está llena de túneles subterráneos que han sido olvidados durante años. La mayoría se encuentran anegados de agua y barro, otros están medio derrumbados y algunos se encuentran sellados, pues la mayoría dan a los sótanos de las casas que formaban parte de la muralla de los miradores. Úbeda es una ciudad con encanto y misterio, tanto en su superficie como en sus profundidades.

El Indiano se remanga. Siempre me ha hecho gracia ese mote, se lo pusieron tras volver de Argentina hace veinticinco años. En realidad, él es nativo de aquí de Jaén, pero cuando era pequeño se mudó junto a su familia al otro lado del charco, como suelen decir por aquí, y después de cincuenta años, volvió a su tierra natal. Con setenta y cinco años no tiembla ante los esfuerzos físicos. Es un hombre grande, corpulento y fuerte. Recuerdo que cuando era niña me agarraba a uno de sus brazos y me levantaba sin problema. Nunca le ha importado mucho en que trabajar, ya que ha trabajado de todo, fontanero, albañil, electricista, transportista, taxista, carnicero... un nombre con múltiples talentos, al que no se le caen los anillos.

—¿Todas las cajas son para la excavación? —pregunto bajando un par de ellas al suelo.

—Sí, las del fondo son herramientas y materiales que hacen falta, estas primeras son comida. Habrá que comer de vez en cuando, ¿no? —comenta en tono burlón—, no va a ser todo trabajar.

Levanta tres cajas a la vez con un bufido.

—Lleva tú esas dos cajas que has bajado, que pesan menos, sobrina.

Sobrina... No tenemos la misma sangre, ni siquiera somos familia política pero, lleva veinticuatro años llamándome así. Y a mí me encanta.

Cierra la furgoneta y nos adentramos por el túnel, tan mal iluminado como siempre. Es lo suficientemente ancho como para que solo una persona pueda andar por él, pero el trozo por el que se puede andar es tan estrecho que hay que poner un pie delante del otro para no caer a la canaleta que hay a la derecha por la que trascurre un pequeño riachuelo. Conforme avanzamos la altura disminuye y el aire se hace más fresco. Aunque fuera haga una temperatura de unos cuarenta y dos grados dentro de los túneles se está a una temperatura bastante agradable. Sus paredes de piedra y la humedad que envuelve la roca y los riachuelos que los recorren le otorgan al lugar una atmósfera fresca y a la vez un tanto tenebrosa, por culpa de la mala iluminación. Al final del pasillo llegamos a una habitación subterránea que han habilitado como zona de descanso. Dejamos las cajas de comida en el suelo y voy sacando los paquetes de comida y dejándolos sobre una mesa redonda que hay en el centro. El Indiano hace lo mismo con sus cajas.

—Si hay que descargar todas las cajas en esta sala, me temo que nos va a faltar mesa y habitación —comento metiendo una caja dentro de otra, ya vacías.

—No te preocupes por eso. Más adelante hemos encontrado otra habitación, algo más grande que ésta, que estamos usando de almacén. Ahí dejaremos las cajas de las herramientas y aquí las cajas de las comida envasada. Por cierto, ¿te vas a quedar a echarnos una mano? Siempre te han encantado los túneles. Y en tu ausencia hemos abierto algunos nuevos, aunque aún hay muchos que siguen inundados.

El Ladrón de corazonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora