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Arya

Estuve durmiendo durante unas cuantas horas. Me desperté en medio de la madrugada. En el buró al lado de la cama se encontraba un reloj que marcaba las tres de la madrugada.

    «Una hora muy paranormal.»

    Mi desvelamiento no se debió a una causa natural, como tener sed o ganas de hacer aguas menores; era porque oí un murmullo de gemidos y palabras.

    —No..., no... Basta... ¡Basta!

    No podía haber nadie más en la casa a parte de Lisa o yo. ¡Tenía que ser ella! ¿Y si alguien se había colado y le estaba haciendo daño? Tenía los sentidos más preparados ante esa posibilidad por lo que sucedió unas horas antes. O a lo mejor tan solo estaba paranoica.

    —Por favor... ¡No! —Sus palabras y gimoteos iban y venían. Estaba caminando por la oscuridad palpando las paredes como ayuda y cada vez lo oía más claro y con mayor frecuencia.

    Me detuve ante la puerta entreabierta del dormitorio de Lisa. Por la mirilla colé uno de mis ojos para registrar cualquier anomalía. Nada fuera de lo común, a excepción de varios movimientos bruscos que se producían en la cama. Era ella. No paraba de removerse. Hacía ademanes de querer apartar algo de ella con sus manos y pies, pero encima de ella no había nada. Éramos las únicas en todo el apartamento. Estaba teniendo una pesadilla.

    Mi sexto sentido de la empatía se activó y acudí a su lado tan rápido y sigilosa como pude. ¿En qué momento comencé a sentir lástima por lo que le estaba ocurriendo? Ah, sí, ya recuerdo. Fue en el momento en el que ella se quedó hablando conmigo por teléfono cuando un desquiciado ansiaba tocarme. O quizás algo antes, cuando ella cuidó de mí.

    Me senté con una rodilla cruzada, en una posición cómoda, a su lado, y la sujeté firme pero delicadamente por los hombros. Sentía que si la apretaba demasiado contra mí, la rompería como si de cerámica se tratase.

    —Lisa, Lisa —murmuré con suavidad mientras agitaba sutilmente su cuerpo para que despertara de aquel mal sueño.

    Dibujó una expresión agria en su perfecto rostro de porcelana que me partió el corazón. Seguía sin despertar.

    —Basta...

    —Lisa —volví a llamarla. Sacudí su cuerpo con más energía. Por fin sus ojos se abrieron de par en par. Sus carnosos labios se separaron para aspirar oxígeno.

    Casi al momento, sus ojos dejaron el vacío para unirse con los míos. Era una contradicción. Sentía que luchaba entre apartarme de allí y dejar que me quedara.

    Ahí, de rodillas en su cama, en una postura muy extraña y con su cuerpo tendido sobre mis piernas, comprendí por fin el maremoto de emociones que había estado sintiendo desde que conocí a Lisa. ¿Por qué había estado pretendiendo odiarla? Desde un primer momento sus ojos me cautivaron. Sus iris de un magnetismo sin igual siempre buscaban los míos y los dejaba totalmente pegados con cola.

    Siempre me pareció hermosa, con su pelo corto color azabache con un flequillo que ocultaba a medias sus cejas arqueadas, sin olvidar los mechones blanquecinos de la nuca. Su piel pálida y sus mejillas sonrosadas. Su figura, algo más alta que la mía y que podía imaginar que estaba malditamente esculpida por las nueve musas del arte. Y más allá de eso, me encontraba totalmente enganchada y adicta a su personalidad gélida y tajante pero a la vez guasona, que tantas veces había hecho mi cuerpo arder.

    Ya entendía lo que me estaba ocurriendo. Y al final, al concordar todo en mi mente, mi corazón se disparó ante la escena en la que estábamos.

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