El sonido de la grava crujió bajo sus botas cuando Aomine bajó del vehículo. Su mirada escudriñó la casa frente a él, moderna pero extrañamente fuera de lugar en medio de la naturaleza salvaje. Era espaciosa, de dos pisos, con grandes ventanales que reflejaban el bosque circundante. No olía a ciudad, lo que al menos le daba algo de tranquilidad.
—Bienvenido —dijo Kagami con una sonrisa ladina, pero su tono tenía un filo afilado.
Aomine no respondió. En su lugar, dejó que su cola se moviera perezosamente detrás de él, en parte para liberar algo de tensión y en parte para dejar en claro que no se dejaba intimidar. La presencia de otro híbrido fuerte, sobre todo uno territorial como un tigre, lo mantenía alerta. No era miedo, pero su instinto lo mantenía en guardia.
Ainara fue la primera en entrar, dándoles espacio sin dejar de vigilarlos con el rabillo del ojo. Su nerviosismo no era evidente, pero Aomine la percibió en la forma en que su corazón latía un poco más rápido de lo normal.
El interior de la casa era aún más espacioso de lo que imaginaba. Paredes de madera oscura, muebles simples pero robustos. No había demasiadas cosas personales a la vista, lo que le decía que Alex no era de los que se aferraban a la comodidad.
—Te quedarás aquí —indicó Ainara, abriendo una puerta al final del pasillo. Era una habitación sencilla: una cama grande, un escritorio y una ventana que daba al bosque.
—Bien. —Aomine entró sin más y se dejo caer en la cama.
Cuando se giró, vio que Kagami se apoyaba en el marco de la puerta con los brazos cruzados, analizando cada uno de sus movimientos.
—Reglas básicas —dijo el híbrido de tigre, con su voz profunda y controlada—. No entres en mi habitación, no toques mis cosas y no te metas donde no te llaman.
Aomine alzó una ceja con burla.
—Tranquilo, rey de la selva, no tengo interés en tus cosas.
Kagami dejó escapar un resoplido y empujó la puerta con el pie, cerrándola antes de marcharse. Aomine suspiró y se sentó en la cama. No le sorprendía la hostilidad. Los híbridos eran criaturas de instinto, y en un lugar como este, donde Kagami dominaba el territorio, él era una amenaza. Pero no había venido a desafiarlo, sino a encontrar un lugar seguro... aunque no estaba seguro de si este lo era.
Ainara llamó a la puerta antes de asomarse.
—¿Todo bien?
Aomine la miró. Aún llevaba el atuendo escotado y las prendas del viaje, sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas por el calor. No podía negar que su presencia le traía un poco de calma, pero también lo confundía.
—He estado en peores lugares.
Ella sonrió con suavidad y, por primera vez desde que lo conoció, él sintió que esa sonrisa no era un intento de calmarlo, sino algo más genuino.
—Baja cuando tengas hambre. No me gustaría que empieces a cazar en el bosque.
Aomine soltó una risa seca.
—No prometo nada.
Ainara negó con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.
Cuando su presencia desapareció, Aomine miró por la ventana. Un nuevo territorio, nuevas reglas... y un tigre gruñéndole al oído.
Sería interesante.
Aomine no podía dormir. Su estómago gruñó con fuerza, recordándole que no había comido nada desde el día anterior. La adrenalina lo había mantenido alerta, sin darle espacio para pensar en otra cosa que no fuera protegerse a sí mismo.
Ainara le había dicho que bajara cuando quisiera, así que no lo dudó más. No le preocupaba la presencia del tigre; podía ser su territorio, pero, por lo que había observado, Ainara era la verdadera alfa de este lugar.
Cerró la puerta de su habitación y, al girarse, no esperaba encontrarse de frente con un cuerpo más bajo que chocó contra él, haciéndolo tambalear levemente. Era Kuroko. Aomine apenas se inmutó; el chico era tan pequeño en comparación que, de haber reaccionado con brusquedad, podría haberlo lastimado con facilidad.
—¿No te fijas por dónde vas, lobito? —murmuró con tono hosco. No había hostilidad en sus palabras, pero su manera de hablar siempre sonaba áspera.
Kuroko se incorporó rápidamente, sacudiendo sus pantalones antes de mirarlo con una expresión impasible.
—De hecho, vine a buscarte. Ainara me pidió que te llevara a cenar.
Aomine lo observó con indiferencia. Claramente, el chico no iba a disculparse por haberlo empujado. Sin decir nada más, comenzó a caminar hacia la planta baja, escuchando los pasos de Kuroko siguiéndolo. No le molestaba dejar su espalda expuesta; no tenía motivos para desconfiar de Ainara o del tigre. Además, hacerlo enviaba un mensaje claro: no los consideraba una amenaza.
Al llegar a la cocina, lo primero que notó fue la tensión en el ambiente. Kagami parecía exaltado, mientras que Ainara tenía los brazos cruzados y el ceño fruncido. Aomine no pudo evitar sentirse intrigado. Tenía que admitir que su expresión molesta le resultaba atractiva, pero lo que más le divirtió fue ver a Kagami con la actitud de un perro regañado.
En cuanto Ainara lo vio, su semblante cambió. Su enojo se disipó en una expresión más relajada y, sin prestarle más atención a Taiga, se dirigió rápidamente hacia la encimera. Tomó un plato grande y lo puso sobre la mesa antes de mirarlo con expectación.
—No sabía qué te gustaba comer, así que preparé lo mismo que suele comer Taiga. Si no te gusta, dime y veremos qué otra cosa puedes comer.
Aomine se acercó y vio que el plato contenía arroz y un enorme trozo de carne. Ainara le indicó con la mirada que se sentara, y él obedeció sin hacer preguntas.
Kuroko tomó asiento a su derecha, y Ainara le sirvió un plato con la misma comida, pero en porciones más pequeñas. Luego, ella se sentó a la izquierda de Aomine, sosteniendo su propio plato, que tenía arroz, pollo frito y ensalada. Kaleth arrugó la nariz en cuanto el fuerte olor de la cebolla llegó a su nariz.
Mientras tanto, Kgami los observaba en silencio, su irritación evidente. Ainara lo había ignorado descaradamente, y eso lo indignaba. No entendía por qué no veía que solo intentaba protegerla. Sabía mejor que nadie que la vida de los híbridos no era sencilla, y aunque también quería ayudarlos, ese tipo le daba mala espina.
No quería admitir que su reacción pudiera deberse solo a su instinto territorial, pero tampoco tenía pruebas de que sus sospechas fueran infundadas. Suspiró y decidió dejar el tema a un lado, al menos por ahora. Caminó hacia la cocina, tomó un plato con tres hamburguesas y se sentó frente a Aomine, sin apartar la mirada de él en ningún momento.
El aire entre ambos estaba cargado de tensión, pero ninguno rompió el silencio.
La cena prometía ser interesante.
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